jueves, 29 de noviembre de 2007

Juan Gonzalo o la poética de la antipoesía


A Julio Cotler
A Carlos Franco


Una gama de factores explica el optimismo que cundía en el país después de 1945 y la apertura de perspectivas, en concierto con la situación y el ánimo que siguió al fin de la guerra. La historia registró hace ya mucho lo efímero de ese lapso y la clausura de la repentina ilusión, al ocurrir el fracaso del régimen del Presidente Bustamante y Rivero y consolidarse la denominada Guerra Fría. Ello no obstante, en lo literario corresponde a esa etapa el comienzo de un hacer que dejará huella en las letras nacionales, y que, en aquel entonces, fue apoyado por la propagación de revistas, recitales, grupos o peñas de afinidad más o menos constante, y un creciente interés público que auspiciaba el ingreso de nuevos autores en el taller de la creación. Como ha ocurrido siempre, llegaban los entonces nuevos poseídos del arrogante candor de los años mozos, persuadidos de aportar un mensaje y deseosos de tentar su aptitud para verterlo, preferentemente en las formas de la poesía y el cuento. Gonzalo Rose fue uno de esos jóvenes y uno de los que sin desmedro de sus credos alternó con uno u otro grupo, protegido por esa espontánea facilidad que lo distinguió para el apunte y la réplica humorística, recubierto por la cordialidad de su gesto bohemio, y centrado en su propensión a contemplar personas y objetos en sencillo correlato de afectos y aventuras insólitas.

Así fueron llegando paso a paso los versos y los días de alegre asombro o desazón turbadora, de activismo y clandestino faenar en la resistencia a la dictadura, compaginados atropelladamente con su heterodoxo régimen académico (inconcebible de otro modo), y un declarado compromiso con la causa de la Paz y el lejano ideal socialista.

Su obra, como la de todos en aquellos días del rito inicial, no era extensa ni mayormente édita; se difundía en copias a máquina, leída entre amigos, y en recitales que –por entonces– solían ocurrir con frecuencia relativa en distintas instituciones anfitrionas.


Los primeros poemas

La oración sencilla fue incluida en una selección de poesía última en el Nº 4 de Letras Peruanas (1951, p. 114). El rasgo dominante que vertebra el poema es, sin duda, la naturaleza e intensidad del vínculo que funda la invocación a la mujer, compañera y amada; pero, a esa cuerda sentimental que engarza los detalles, tras los que aflora una experiencia subjetiva, se superpone una valoración que da cuenta, asordinadamente, de una doble voluntad para compartir con el tú, la necesidad de integrarse en un proyecto social (el que a esas alturas se le revelaba en el trajín de militante), y el convencimiento de la validez de este empeño afuera del quehacer circunscrito a la estética y el hermetismo del lenguaje retórico. Hay otro indicio que contribuye a trazar el perfil de la naciente estética de Rose: el acento esperanzado, la intuida equivalencia entre la acción, la poesía y el canto. No extrañará que en este texto avistáramos el crucero más genuino de su ejercicio creativo, pues el influjo del último Vallejo, al igual que el de los autores españoles de la República, cautivaba en esos días la atención de buen sector de la nueva poesía, y al propio Rose no podría juzgársele indemne a esa ola. En efecto, comparte con otros escritores del cincuenta la fascinación por el ritmo, ciertas pautas estróficas, el aprovechamiento del verso libre y también moldes tradicionales hispánicos, redescubiertos en el contrapunto de norma escrita y oral que servía de carril a la savia popular.

En el curso de esos años nuestro autor tuvo ante sí el esquema de una polaridad que circunscribía y agudizaba su vocación más honda: la dialéctica nada fácil entre acontecimiento exterior, que presionaba en la retina del foco político, y la incontrolable tendencia a impregnar la realidad circundante, personal y objetiva, con un halo de tierna intimidad, de menuda aunque indeleble huella sentimental. En esta tensión, entre el volcarse al exterior o aposentarse en el centro de la morada interna, ocurren los más nítidos hallazgos y extravíos (título de un libro antológico ulterior, seleccionado por el propio Rose), que calzan con la primera visión poética de Juan Gonzalo.

En Cantos desde lejos (1957), libro crecido al rescoldo del afecto y el silente gozo de la amistad, asoma ya sin veladuras la antinomia inscrita en el meollo de La luz armada (1954). La alternativa implícita se muestra ahora más circunstancial que consistente: de un lado la impronta épica y su representación plena de gravedad; del otro, la paulatina transferencia de sus motivos hacia la vertiente de la contención lírica y su luminosidad instantánea, pero memorable. Así empieza a adensarse una voz desprovista de angustia metafísica y renuente al anhelo que cultiva la frase acabada. De ahí el porte de su verso, más de una vez descabalgado y abrupto; de ahí también la afición por el relieve de lo trivial, lo casero y las súbitas remembranzas familiares, que en conjunto orean su palabra con un resplandor natural, adverso a ceremonias inútiles. Pero la opción empieza a definirse, el conflicto tiende a parecernos cada vez menos un enfrentamiento y, en cambio, podríamos suponer que una fusión de ambas líneas está en la trama del acento mejor de este libro: en efecto, Cantos desde lejos contiene una serie de textos que alisan la fricción y ligan las figuras y la curva melódica. Lejos de la simetría convencional y más cerca de la construcción del símbolo aglutinante o de la imagen recolectora, este libro –desigual, si se quiere–, pero ahíto de visiones logradas, pausadamente inclina la obra de Rose hacia la pendiente elegíaca en torno del bien extraviado, arrebatado, si no oculto en el tiempo pretérito. Es así cómo la voz del expatriado, cómo la evocación del aliento materno y el entorno familiar de la infancia en el decaído balneario chorrillano, plasman en el crispado sosiego que recorren los bellos versos de Reloj de sombra, Carta a María Teresa y El vaso.

La disyuntiva que distraía al poeta alcanza una transitoria solución años más tarde. Digamos, con ánimo de ser más precisos, que si de un lado los motivos se despliegan y centran en la constelación que acredita el vacío presente, de otro su irradiación sugiere esa vacancia o frustración, de la no existencia actual, que desencadena el hilo de la memoria, atiza el ardor que alienta la querella y testimonia la mutilación en que se esfuma la humanidad recortada (ya íntima, ya cívica, ya colectiva, ya histórica). En Simple canción (1960) Juan Gonzalo decanta la pluralidad de esas vertientes y al cribarlas, con el más fino cedazo de su primera disposición lírica, encuentra el acento musical y el compás de más sosegado equilibrio. En suma, acepta el desvelamiento de una querencia original: remonta al eco de una tradición que regresa a la fuente oral y, aunque de manera difusa, pretende integrarse en ajuste con las constantes del ser específico y la mudanza crónica de su contorno. La breve plaquette replantea toda su visión del arte y lo hace a través de una progresión, en la que culmina y cierra un período poético. Así descubre y toma conciencia de su hallazgo, no como nueva manera de poetizar, sino de concebir la relación del poeta con su palabra y, por su intermedio, con la embriagante mudanza de los días, los hombres y el paisaje. Pero esa palabra ya no tiene por destino a un interlocutor solitario; el diálogo cede su plaza al coloquio: "y hoy día mis cantares / se van / de mano en mano...".


La vía del asombro

Es así como la alquimia combinatoria de su código se expande y la comunión con lo desconocido configura un modo distinto de conocimiento. El horizonte se multiplica y enriquece en Las comarcas (1964); el verso rebalsa los moldes medidos y breves; la textura poética asume un rol descriptivo a la vez que recapitulador. Rostros, recuerdos, leyendas y panoramas se disponen en desordenada secuencia y acarrean parcelas de una realidad desconcertante. Ante ella, el asombro es la vía legítima para conocer una realidad enhebrada por una nostalgia irredenta, que nos agobia con curiosas remembranzas y las realza al transfigurar el pasado, a fin de postular el "día inextinguible". La presencia iluminada que avanza del arte del recuerdo a un arte de la contemplación, sin aferrarse a la sabiduría cifrada en el orden natural. Las comarcas es un libro dispar y controvertible; pero también menos conocido de lo que en verdad merece. Lo primero, por cuanto supone una ruptura fragmentaria con la línea del arte inmediatamente precedente y el que le es contemporáneo; lo segundo, por su entraña anticon-vencional y el fulgor que logra al invertir el rol de la nostalgia, al trastocarla. Viajes y puertos penden de la invención y lo ignoto, del desvelamiento con que el futuro confirme los grotescos diseños en que se rehace la realidad, la cual sigue siendo novedosa y antigua, pero en cuya conquista se comprueba el despojo de lo aún no ocurrido, de lo no poseído; la inquieta exaltación en que el presentimiento se torna saudade y el recuerdo (cual sucede en La proclama del pastor) adviene a su función de testimonio y, como tal, rectifica el camino y el sentido de la verdad prisionera en el mito.

Por eso la síntesis en que se anudan los niveles de representación acreditan, de por sí, la solidez de un espacio imaginario-evocativo que, como veremos, sólo con la reiteración del vislumbre se va haciendo forma, imagen, palabra y así nueva revelación de la verdad antigua, de la invariable y antigua melodía. En ésta, la renominación no viene a ser sino el vagar exploratorio por el rostro ensombrecido del recuerdo y el inasible confín de la ausencia y de lo ignoto. Las comarcas asoman en la vigilia que incendia en la memoria pequeña del pretérito individual, y se distribuyen como islas de un océano imprecisable. Por eso las coordenadas alternan para confundir remembranza y presentimiento, para disolver la soledad en la ilusión, para aprehender la fortaleza del movimiento y su energía capaz de generar una cosmogonía particular, por encima del conflicto que reordena el espacio sideral, que redistribuye el tiempo y los recuerdos, en una suerte de distinto trajín de la dialéctica.

La geografía física se resquebraja por la presencia que la recorre y reordena; las palabras nos trasladan sin previo índice de viaje, sin itinerario que marque la ruta ni un terminal preciso. El curso deviene del enlace entre diálogos cortados, descripciones y confidencias que envuelve este moroso descubrirse, del yo narrador, en la variedad incesante del encuentro con el entorno diverso, diferente, indetenible. La ciudad es un hito remoto, desde el que se arrancó un día o en una época o después de una experiencia, y desde entonces seguimos los caminos abiertos y extendidos al lado o a través de comarcas desconocidas pero memorables. Son ellos (los caminos) la contraluz de esa visión urbana que se rehace de lo infrecuente; la iluminación que nace desde atrás, mas no en el sueño sino en las realidades preteridas por el yo y por los otros. La invocación final del libro tercero sustancia el ímpetu que hilvana este periplo: "Alejadme ventiscas, de los puertos seguros, donde la muerte alínea dóciles barberías. Para mí: el hilo fascinante de los rumbos inciertos y las nuevas comarcas que me esperan pronunciando su nombre bajo el sol".


La palabra plena

El libro siguiente publicado por Juan Gonzalo reúne cinco colecciones. En el volumen el orden cronológico aparece alterado, pues, Informe al Rey (1967) , que da título al conjunto y abre la serie, fue escrito en último término. A pesar de lo cual la disposición no es arbitraria, ya que si trastorna el proceso del trabajo poético, ofrece de manera directa el carácter de la nueva instancia en la que Rose apoya su fábula.

Discurso del huraño (1963) es un conjunto breve, pero capital para desentrañar cómo el poeta, después de haber acometido su visión de la vida en el mundo y del vivir la intimidad de la experiencia o su resplandor colectivo, procede a ejecutar un inventario de la hebras dominantes en su pensamiento poético. La ironía se cuela levemente en el rótulo común con que designa a cada una de las piezas: son discursos. Discursos que tratan de la memoria que se alimenta en el olvido; de la muerte, del sufrimiento, del gozo en el amor y en el placer; de la remota huella que con inflexible tropismo enrumba hacia la claridad del canto; de la autenticidad, de la lealtad para asumir los juegos trágicos de la quimera y la autodestrucción. He ahí en síntesis, los motivos de quien siente el agobio de tensiones que lo llevan por un viaje interior, asediándolo con antinomias que, a punto de neutralizarse, se sustituyen y enardecen en prolongado aletear para mantener el vuelo, para sostenerse gracias a su irremovible negación sistemática. El paralelismo de los mensajes semánticos superpuestos confiere una riqueza singular al lenguaje, otra vez condensado, con el que Rose selecciona su intencionalidad expresiva: "Tan solamente un muro nos separa / del país de los muertos. / Hay noches que habitamos / en la mitad del muro / con un alambre tumbado en la memoria."

Un año adelante, Los bárbaros (1964) manifiesta la supervivencia de la tónica que prevalece en Las comarcas. No sería inexacto afirmar que, en esta ocasión, el aparente muestrario revela antes que un flujo repentino de imágenes y situaciones caóticas, un cauteloso afán por aprisionar estereotipos, por reducir la irracionalidad que sustenta las formas aberrantes, por alisar los disloques de la convención lógico-ético-religiosa urbana y ceñirlos a un orden inmanente, que se justifique en homenaje a la limpidez de su inocencia o su genio monstruoso. El afán del poeta y de la poesía aparecen convertidos en ojo automático y filtro selectivo: testimonian, y al hacerlo, remecen otra vez la conciencia que se confunde entre la razón y el credo. Igú concluye su biografía consagrando un acto de fe: "Yo, aferrado a mis dioses antiguos, alzo los hombros y dudo. De algo tengo, sin embargo, certeza, la mayor de las certezas: no puedo existir sin la eternidad; pero la eternidad, tampoco puede existir sin Igú". Por debajo del aparente juego de palabras y conceptos, Juan Gonzalo ha tocado el meollo de la historia y la sociedad humana; la toma de conciencia que confiere sentido a los actos y al tiempo y que, por consiguiente, genera el correlato que enlaza a la persona con el grupo, e impulsa así la aventura del hombre y de sus fábulas. Será en Abel entre los fieles (1965) que reaparezca nítidamente esta cala subjetiva que, por paradoja, ilustra sobre el devenir de la historia de los sujetos y sus sociedades, la que, como en la parábola bíblica, nos renueva la versión del opresor y el oprimido, del poderoso y el impotente, de la hipocresía y la candidez sumisa. La vida de los hombres y la poesía constituyen un partida en la que se decide si cada mañana "Capablanca o yo escupimos el tablero", si la luz de la palabra sólo refulge en la cómplice oscuridad de la alquimia retórica, o si sobrevive al esplendente aunque moroso desvelar que insurge con la claridad del día y las verdades cotidianas y minúsculas.

No sólo es obra de madurez la que plasma en los versos de Informe al Rey (1967); también llegan con ella varios de los mejores textos que Rose logró en su trabajo de escritor. Porque si finalmente ha conciliado la dicotomía inicial que hacía de sus libros conjuntos bimembres, ahora consolida ambas laderas en la unidad del simbolismo de cada poema. Y, al haberlo alcanzado, consigue bruñir la visión imaginaria compuesta a base de figuras que replican al macrocosmos en la construcción aislada, subordinándolas a la perspectiva testimonial que se yergue sobre la escrupulosa claridad de sus símbolos. Cada vez más lejos del azar de los predios de lo inconsciente o automático, en tour de force con las tentaciones que invitan a ceder al intelectualismo verbal, acopia las instancias desde las que tentó contraponer su palabra a la realidad entera y lo hace convencido de una premisa crucial, enunciada en el corto poema a Machu Picchu: "… dos veces / me senté en tu ladera / para mirar mi vida. / Para mirar mi vida / y no por contemplarte, / porque necesitamos / menos belleza, Padre, / y más sabiduría". Como una resultante de este explícito cambio de óptica advertimos un temple diverso en el lenguaje. Para acomodarse a esta voluntad de trizar las representaciones engañosas y punzar en la verdad encubierta, habrá de acoger con mayor frecuencia un repertorio de alianzas o aproximaciones de términos y una manifiesta función estridente: "Yo te perdono, Lima, el haberme parido / en un quieto verano/ de abanicos y moscas". En esta preparación del oficio que reserva al poetizar, aparte de la conciliación léxica observamos el peso que ganan las expresiones de uso coloquial, en sorpresiva concurrencia con giros desgastados por el trámite y el burocratismo literarios, de modo que así fomenta un clima grotesco para lo que se supondría una confidencia y, por tanto, una versión cuasi secreta o cuasi sentimental:

Arnold, debo contarte
que en mi país hay una catedral
donde las golondrinas musitan,
se besan y se cagan;
y en esa catedral hay un cadáver
de lonjas y armaduras, perfumado
cual nunca lo estuviera en la milicia
que eligió por oficio;

Un voto antiromántico, que yugula la hebra del sentimiento y la refrasea en las incidencias sarcásticas con las que boceta el autor la distorsión y la caricatura que atrapa en el perfil de Lima, de la capital, el centro nervioso de "un hermoso país / que jamás conocimos"; y de los dobleces que complican los códigos morales y la persistente devaluación de la nostalgia: "Entre los cercos de los días grises / corretea el lebrel de la nostalgia. / Aquél que tiene dientes se adormila / por la nariz de la nostalgia husmeado / y el que ni dientes tiene se despierta / sintiendo entre los pies esa delicia / que puede ser el sol, una nostalgia, / un gato:… /". El sentido de la burla alcanza en medida importante al yo poético y lo involucra en la misma condición de sujeto y objeto de un pequeño universo indolente, desde el cual con mimético afán de escribano inicia los informes para el supuesto Rey. Fabrica así el montaje que pone en el trasfondo la figura picaresca, jovial y dramática de Guamán Poma, recreada ya no en los caminos polvorientos del reino, sino en el mismo centro, en el diapasón de la urbe moderna, construida sobre las fisuras de varios mundos desintegrados. De tal forma que en lugar de una versión solidaria, se delatan los conflictos latentes que hacen del crucero urbano y su gente una especie de "pequeña gran feria del mundo", una aventura desmedida y sin grandeza, despojada a la par de rencor y de esperanza. En virtud de la composición lograda con el montaje y desplazamiento de su utilería, podría decirse que Rose ya no hurga en la historia ni lo inspira la ejemplaridad, por relación al antecedente colonial; en verdad, se haya empeñado en poetizar una sociología de los valores y tensiones que acompañan al código de éstos en el ambiente citadino. De forma que con las distorsiones que éstos padecen, su versión mide la imagen del país que le duele y alucina, que lo seduce con su atracción y lo erosiona con su rechazo. Por eso rehúye la cadencia melódica que en ciertos pasajes traiciona su intención de aguafuertista, y carga la tinta para realzar el contraste de las catedrales en que jamás creyó, de la voz de orden (o estilo), de los cánticos del orondo (ya no de la sirena), del ejercicio que domestica por la Jeta o los secretos de una increíble vieja destreza culinaria, en las prácticas del canibalismo político. De la burla al sarcasmo y de lo grotesco al elogio del cinismo, se extiende una galería congestionada por los antimodelos de la antiejemplaridad tras cuyo actuar se descubre una poética del libro entero, que es, quizá, el más feliz hallazgo y el más definido en la obra de Juan Gonzalo Rose. El encuadre de sus límites nos sorprende de improviso, al preguntar el autor y preguntarnos: "¿Quién es el Rey?" Pues bien, responde: "El Rey es lo que queda después de los incendios. / El Rey sólo es el tiempo. / / Y esto, Guamán, / –añade– el Rey no lo sabía".

Con la desmitificación del poder ganada por la contención de lo irónico y la verdad así empapada en poesía, Rose pone de cabeza el arte que había aceptado en sus libros primeros y abre una visión más amplia, mucho más rica, para su testimonio poético. Engloba en ésta los diversos rasgos que definían a aquélla, pero los somete –primero– a un proceso de inversión, y luego los reordena en el ensayo de resituar al personaje concreto (a los menguados y a los poderosos), bajo la luz de su constante conflicto de intereses, de creencias de lenguas y linajes, y al margen de la felicidad y la paciencia.

Guamán Poma es el prototipo extraído de la historiografía y la leyenda para calar el porte del escribano (personaje narrador en nuestra poesía), que en la ficción de suprimir los extremos del tiempo nos entremezcla las épocas, y al desvelar antojos y torpezas, costumbres y apariencias, alumbra un país cuyas categorías remotas subyacen en la pulpa de la antiparábola reescrita en la República. Pero Guamán y Poma o Guamán Poma es, así mismo, un interlocutor que expande la medida del diálogo y aparece en el libro, no como fuente de citas o criterio de autoridad textual, sino más bien como veedor alterno, como hito de un quehacer que se consume al ritmo que acaba la actitud sentenciosa, que se tuerce ("Tuerzo, luego existo") y contagia del afán por influir en la dispensa de favores y sanciones. Situación dialogal, paralela a la correspondencia con el Rey, que por instantes se ensancha cuando el recuento es suspendido y el escribano se dirige al lector, a ti, a mí, y nos interroga. Para entonces ya estamos completos en ese círculo que es el dominio de alguien, del Rey o del enano enorme que detenta el poder sobre los otros seres y, otra vez entonces, se hace evidente que nada aprendimos de los maestros ni de los padres espléndidos. Que la verdad, que no distingue entre lectores ni escribanos, no es propiedad privada, no patrimonio familiar, no versión de un período. Que el cambio de las épocas concluye proponiéndonos –a todos– admitir nuestra incapacidad para entender los sueños que los infantes sueñan, y la cordura del silencio o de la huida. Dramática disquisición para un cronista: insustancial alternativa en el poeta.

El último poema del libro recoge la voluntad testamentaria. Contiene la biografía de quien eligió servir renunciando a toda tentación de rebeldía; identificándose con la ley del Señor Severísimo, inclusive en la debilidad de escamotear las verdades. Consciente de sus faltas, el escribano-personaje narrador admite conocer la pena que le corresponde, y sólo entonces se pregunta para sí, quién escuchará sus íntimos secretos, mimados sueños personales. La respuesta no le es desconocida: Nadie. Pero en el hondón de su postrer miseria, el escribano, el testigo, el veedor, el servil, el cínico, adviene a su revelación, a su menguada verdad, que aunque frágil o corta, olvido o acallo, amaestrado como vivía por las lisonjas del ejercicio que halagaba su soberbia. ("¿Y la frase pensada subido / en un camello? ¿Y el poema / que dije conversando con Walter, / y mis leyes de Niza, y mi ópera / al sacarme la corbata?"). Como en la borrosa penumbra del sueño descubre aturdido que la sombra, la contrafigura, al revés del imperio y del poder reside en sus predios: que él es, por paradoja, la antípoda del Rey y su pareja:

Pero entre los aperos de tus largos veranos,
¡Oh Rey del Exterminio!, seguirás
encontrando mis mensajes:
éste es mi oficio.
Y esta fugacidad:
todo mi reino.

Giro de sabor renacentista y contemporánea poética de la inconformidad, conjuga la voz propia en la cantata del coro; el equívoco sueño de asir lo eterno u olvidar el tiempo, con la hirviente pasión de lo fugaz; el maltrecho ideal de identidad con la comprobación de su definitiva y polar fractura; el conflicto histórico de testigo ficticio con la ficción testimonial de la conflictiva historia humana, entre la fantasía del artista y las decisiones del gobernante. Soñar o hacer, soñar y hacer, soñar hacer. Qué atajos, qué vertientes, qué caminos en cuyo curso el dilema del atónito escribano se sublima en la canción o el absorto silencio de la poesía. Vale decir, toda peripecia imaginada por los hombres o creada para gozo instantáneo de la memoria (o del olvido).

El conjunto inédito con que concluye este volumen: Cuarentena (1968) puede inducir a una lectura engañosa, si se entendiera como una suspensión de la teoría poética con la que Rose accedió a su más genuino valor artístico. Desde varios puntos visibles para el lector, hay más de un indicio, de un acontecimiento, que podría interpretarse como una ruptura, como un replanteo. Para nosotros esa posibilidad se descarta luego de la lectura global, cuando la pausa, el autoexamen que a primera vista parece circunscribirse a la propia poesía, se confunde e imbrica con la contemplación que desde ésta se expande hacia el sentido de la vida y de la muerte; cuando el distanciamiento que sirve de parámetro al enjuiciar los malos poemas, se usa además para cernir la secuencia de edades y experiencias acuñadas en el tiempo y por ello esos altos refluyen trocados en inquisitivos y plurales ¿para qué?

La contemplación de una y otra facetas sugiere que quizás "hay algo más verdadero que lo hermoso", aunque la indecisión perdura sin que se establezca "¿a quién la preferente preferencia?" ¿Qué queda a estas alturas en la tabla de prioridades? Ya no la nostalgia, no el recuerdo ni el olvido; ni la infancia evocada en los días de madurez, a la vista de un estímulo sugeridor; ni la belleza, sí, ni la belleza. ¿Qué subsiste junto a la poesía, entre el saldo de vida y los restos de muerte o de soledad o hastío? ¿Qué es lo que se agazapa en el contorno y nos asedia del ayer al presente, de la remembranza a la memoria en blanco, del hallazgo del día a la pérdida de la noche? ¿Qué?, se pregunta con insistencia el poeta, y no sin estremecimiento leemos este desgarrador examen y su serena conclusión:

Desde la ventana de Heráclito
– ¿o ya tendrá otro nombre?
veíase
el esplendente río
de la ciudad
y
sabíamos que
a la vuelta del pórtico
el olvido
la muerte
nos miraban
y
por ello mismo
notábamos con más detenimiento
la veloz melodía
del antiguo cuchillo.



"la veloz melodía / del antiguo cuchillo". Un impulso inmediato nos mueve a asociar este verso con aquel ya distante de Simple canción: "No he inventado ninguna melodía". Ni en el arte ni en la vida, la novedad conduce el sentido de las verdades por las que un hombre se salva o se condena. Ahora sí apreciamos que es más justo entender que la Cuarentena atañe a la relación total entre la poesía, en su versión escrita y convencional, y la vida indetenible e ingobernable, como el tiempo.

Si son lícitas las hipótesis, hay dos líneas recurrentes en los distintos textos que, con lo dicho en el párrafo anterior, tienden a componer una explicación del gran mural que contemplamos.

La continua presentación del yo poético con voz y figura agobiadas, envuelto en soledad y una atmósfera sombría, consumido por la abulia, indica el ocaso de la energía reveladora que en otros libros, y en particular en Las comarcas e Informe al Rey, sustentaba el hecho literario: esa voz que en ellos opera como agente, como máscara o persona poética. Entonces, por intermedio de ella se descubría el horizonte, se percibía los confines, los bordes del panorama físico y las aristas, los puntos de intersección con la sensualidad de la materia y las reacciones –subjetivas o grupales– que los hombres conservan de la confidencia o la dualidad ética de las convenciones sociales. En uno y otro caso la palabra descubría en su imagen la fragilidad del encubrimiento y rescataba a la luz los contrastes, en que se agota la querella entre la eternidad y lo fugaz, entre la remembranza y el despojo; pues bien, hacia el final del libro, es esta vocación testimonial y de confianza en la palabra como conciencia y del poeta o su máscara como cronista o como juez, lo que está en crisis, lo que llega a su ocaso. La antigua vena irónica lo subraya en Retrato en Tesis, en Abismo; apenas hay un lugar para un remanso melancólico que se empina hacia el pasado en Mas y su ya tardía revaluación del crepúsculo.

Con este libro cancela Rose varias ilusiones diluidas en su trajín poético: la postromántica exaltación del elegido, en querella con el destino; la posmodernista orquestación del eje musical y el repertorio de imágenes fastuosas; el asedio postvanguardista a la expresión antitética e insólita; la postulación social que nutriera la retórica de su promoción de los años cincuenta, y la esquiva forma de desenredar la madeja de un antiguo juego de falacias y autoengaños, que inútilmente persiguen embellecer el rostro de la miseria y asordinar la impotencia. Decíamos que, persuadido de haber llegado al extremo de un camino ciego, Juan Gonzalo se decide a mostrar la evidencia:

Pues caso estimable es el del bicho
que más alumbra
cuanto más se muere.

Y no el del hombre
que se opaca a pocos
y es mucho más obscuro
cuando dura.

No en vano, hace un tiempo, Juan Gonzalo ha volcado en bellas canciones –que hoy circulan "de mano en mano", como fue su ambición desde un principio–, la palabra sencilla que, trasmitida por la voz o la tonada de anónimos cantantes, entreteje las hebras sobre las que se afirma un surco nuevo en la vieja heredad de la canción criolla. La obra íntegra de Rose, con sus textos más altos y sus ocasionales descensos es, pues, la excitante memoria del cronista que narra la metamorfosis del poeta y la poesía escrita, y su reencuentro con el signo del trovador que la reinscribe en el dominio de la música y los compases de una canción que es popular, tanto por su destinatario como por la función que le reserva el auditorio.

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