domingo, 14 de octubre de 2007

Pedra de toque: Elogio de Blanca Varela


Por MarioVargas Llosa
Escritor



Llueven los premios sobre Blanca Varela --ayer el Octavio Paz de Poesía y Ensayo, el Ciudad de Granada, el Federico García Lorca, ahora el Reina Sofía-- justamente cuando no está en condiciones de saberlo, pues se halla retirada y sola en un territorio que imagino tan privado, misterioso y mágico como su poesía. Pero, si pudiera enterarse, sé muy bien cuál sería su reacción: de maravillamiento y susto, porque, entre todos los poetas de este tiempo que me ha tocado conocer, no hay uno solo tan ajeno a la feria de las vanidades y a la ilusión o a la codicia del éxito, como Blanca Varela. Aunque, sin duda, la poesía haya sido la pasión más sostenida de su vida, para ella nunca fue un oficio, un quehacer público. Más bien, un vicio recóndito, inconfesable, cultivado en la clandestinidad, con celo y reserva tenaces, como si su exposición a la luz, a los ojos de los demás, pudiera dañarlo.


Que llegara a publicar esa media docena de libros ha sido una especie de milagro, más obra de la insistencia de sus amigos que de su propia voluntad. Entre esos lectores privilegiados a los que mostraba sus versos a escondidas estuvo Octavio Paz, que prologó su primer libro y la ayudó a ponerle título. (Ella quería que se llamara "Puerto Supe" y a él no le gustaba. "Pero ese puerto existe, Octavio". "Ahí tienes el título, Blanca: Ese puerto existe").


La conocí a mediados de 1958, cuando ella y su esposo de entonces, el pintor Fernando de Szyszlo, hacían maletas para viajar a Estados Unidos, donde pasarían dos años. Vivían en un estudio precario construido en una azotea del barrio limeño de Santa Beatriz. Yo partía en esos días a Europa y durante cuatro años no volví a verla; sin embargo, desde ese primer día la quise y la admiré, como han querido y admirado a Blanca Varela todos quienes han tenido la fortuna de frecuentarla, de gozar de su generosidad y de su inteligencia, de esa manera tan cálida y tan limpia de entregarse a la amistad, de enriquecer la vida de quienes se le acercan. En medio siglo de amistad, sobre todo en aquellas largas reuniones de los sábados, la he oído hablar casi de todo. De esa generación de poetas del cincuenta de que formó parte, Sebastián Salazar Bondy, Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson, que, con dos poetas de una generación anterior, César Moro y Emilio Adolfo Westphalen, revolucionaría la poesía peruana, enclavándola en la vanguardia de la modernidad. De Breton y los surrealistas, de Sartre, Simone de Beauvoir y los existencialistas a los que conoció en los años que vivió en París. De sus filias y fobias literarias y de tanta gente que la impresionaba y que amó o detestó. Y la he oído, cómo no, muchas veces, ayudada por un par de whiskys para vencer su timidez, decir esas maldades y ferocidades impregnadas de tanta gracia y humor que hacían la felicidad de sus oyentes y que irremediablemente se volvían bondades porque Blanca, pese a haber pasado por experiencias muy difíciles y haber sido tan perceptible y tan sensible al dolor y al sacrificio, ha sido siempre un ser ontológicamente alérgico a toda forma de maldad, mezquindad e incluso a esas menudas miserias que resultan de la vanidad, el egoísmo y demás sordideces de la condición humana. Pero estoy seguro de no haberla oído jamás decir palabra sobre su propia poesía, y, en cambio, la he visto tantas veces, cuando la interrogaban sobre ella, escabullirse con frases esquivas y cambiar rápidamente de conversación.


Su poesía participa de esa misma reserva y, aunque alude a muchos temas, es de una parquedad glacial sobre sí misma. A diferencia de otras, a veces de alta estirpe, que se lucen y pavonean, orgullosas de sí mismas, la de Blanca Varela se retrae y disimula, mostrándose apenas en escorzos, y dejando solo huellas, anticipos, a fin de que, nuestro apetito desatado por esos lampos de belleza, busquemos, indaguemos, lo que oculta en su entraña, ejercitando nuestra fantasía y volcando nuestros deseos para gozarla a cabalidad.


Discreta y elegante, como las hadas de los cuentos, la poesía de Blanca Varela ha ido apareciendo de tanto en tanto, con largos intervalos, en unos poemarios breves, ceñidos y perfectos, "Ese puerto existe" (1959), "Luz de día" (1963), "Valses y otras falsas confesiones" (1972), "Canto villano" (1978), "Ejercicios materiales" (1993) y, por fin, su poesía reunida, con dos recopilaciones inéditas, "Donde todo termina abre las alas" (2001). Cada libro suyo dejaba a su paso un relente de imágenes de engañosa apariencia, pues, bajo la delicadeza de su factura, sus juegos de palabras, la levedad de su música, se embosca una áspera impregnación de la existencia, una fría abjuración del ser en trance de vivir para morir. La vida late siempre en ellas, pero amenazada y en capilla, sometida sin cesar a ordalías atroces. En uno de sus más intensos poemas, de "Ejercicios materiales", la vida ("más antigua y oscura que la muerte") aparece transfigurada en una ternera a la que acosan miles de moscas, un patético animal impotente para defenderse de las menudas bestezuelas que la atormentan. La fuerza del poema reside en que consigue hacernos sentir que aquel destino no es solo lastimoso, que hay en él cierta inevitable grandeza, la de los héroes de las tragedias clásicas, que morían sin resignarse, resistiendo, a sabiendas de que la derrota sería inevitable.


Así ha resistido Blanca la adversidad y las pruebas a que está sometida toda vida, con gran coraje y estoicismo, y con una elegancia natural, inconsciente. Toda su vida trabajó, en trabajos alimenticios que afrontaba con buen humor y empeño --periodismo, relaciones públicas, librera, editora--, creciéndose hasta lo indecible, con temple de hierro, ante las vicisitudes más duras, incluida la más terrible de todas: la pérdida de su hijo Lorenzo, en un accidente de aviación, hace once años. Al mismo tiempo, siempre hubo en ella el ser que escribía, un ser frágil, delicado, inseguro, sensible, indefenso por su inconmensurable decencia e integridad ante las vilezas y ruindades cotidianas de este mundo sórdido, de frustraciones y traiciones, por el que ella siempre consiguió pasar incontaminada, sin hacer una sola concesión, sin desfallecimientos ni cobardía. Esa es la historia que relata su avara y sutil poesía, bajo sus inusitadas metáforas, y sus extrañas exploraciones en el mundo de las cosas menudas, los insectos, los rumores del mar, los pájaros marinos, las voces del arenal y los paisajes del cielo.


A fines de los años 70, cuando, más por amistad hacia mí, que se lo pedí, que porque la tarea la entusiasmara, Blanca resucitó el centro peruano del P.E.N., viajamos juntos a esas conferencias y congresos que convoca aquella organización de escritores que por tres años me tocó presidir. En Egipto, en Dinamarca, en Alemania, en España recuerdo a Blanca haciendo esfuerzos denodados para pasar inadvertida, para ser invisible, y la angustia que la sobrecogía cuando no tenía más remedio que intervenir (lo hacía en voz baja y veloz, en un francés monosilábico, pálida y demacrada por el esfuerzo). Y, sin embargo, todos los que se codearon con ella y la conocieron en aquellas reuniones, la recuerdan y siempre voy encontrando por el mundo poetas y escritores que me preguntan por ella, porque en esos fugaces encuentros su inconfundible manera de ser, su halo, su varita, su silencio locuaz, su encanto involuntario, los chispazos luminosos de su inteligencia, se les grabaron en la memoria, y les dejó el convencimiento de haber entrevisto a un ser fuera de lo común, a una mujer de carne y hueso que estaba también hecha de sueño, gracia y fantasía.


Pese a ella misma, en los últimos años, poco a poco, la poesía de Blanca Varela ha ido conquistando dentro y fuera del Perú los lectores y la admiración que merecía, rompiendo el círculo entrañable en que hasta entonces estuvo reducida, y muchos poetas jóvenes, sobre todo mujeres, se han ido acercando a ella, buscando su amistad y sus consejos. Eso debe haberla hecho feliz, sin duda: sentir que estaba viva entre los seres más vivos que tiene la existencia, que son los jóvenes, y, sobre todo, saber que su poesía no solo a ella la había hecho vivir y defendido contra el infortunio, que también a otros ayudaba y daba fuerzas para soportar la existencia y ánimos para escribir.


Blanca, queridísima Blanca: yo siempre lo supe, pero qué bueno que en este invierno callado de tu vida, cada vez más gente lo sepa también, y te lea, te quiera, te premie y reconozca en ti toda la inmensa sabiduría, talento y humanidad generosa que has contagiado a tu alrededor, con que has escrito y vivido la poesía.


LIMA, MAYO DEL 2007
© MARIO VARGAS LLOSA, 2007.
© Diario "El País", SL/ Mario Vargas Llosa. Prisacom.
Exclusivo para el diario El Comercio en el Perú.

¿Luis Hernández víctima mortal de la dictadura de Videla?


Como una "nada desdeñable hipótesis" considera la revista Somos del diario El Comercio (en su edición de ayer) al producto de la investigación realizada por Edgar O'Hara sobre la muerte de Luis Hernández. A "la extendida tesis de que habría sido un suicidio en una vía férrea bonaerense" la forma en que murió Hernández, O'Hara "sugiere que se habría tratado más bien de un oscuro asesinato". Enrique Sánchez Hernani da cuenta de este tema en un reportaje que pueden leer en los siguientes 1, 2, 3 y 4 enlaces. Entrevistado O'Hara, responde lo siguiente:


"Pudo ocurrir que el poeta haya caído en una redada en Parque Lezama, en Buenos Aires, y que se pusiera 'sabroso' con la policía y que el incidente terminara con el asesinato de Luis y el cuerpo que 'aparece' en la vía férrea de Santos Lugares, transversal de la calle El Porvenir. No hubo, pues, testigos oculares hasta donde podemos saber".


El tema de la violencia política (en el terreno de la dictadura militar argentina, específicamente durante el gobierno de Videla) se sitúa, ahora, desde la hipótesis, sobre los instantes finales del autor de Las constelaciones.


El reportaje incluye tres poemas inéditos de Hernández, los cuales forman parte del libro La soñada coherencia, prologado, anotado y seleccionado por O'Hara.


En la foto (intervenida por Herman Schwarz): Luis Hernández. "Al parecer, muchas de las víctimas del general Rafael Videla iban a parar [a Santos Lugares] tras ser asesinados, para fingir accidentes", se lee en el reportaje

La soñada coherencia


Poesía: A 30 años de la desaparición de Luis Hernández, Mesa Redonda publica libro-homenaje con fotos inéditas

Por Giomar Silva*



"Ah, mis libros que yo he escrito. Ah, ya. Esos son: Vox Horrísona, que incluye toda la obra. Toda la obra es: Voces íntimas, Al borde de la mar, El elefante asado, Cinco canciones rusas, La avenida del cloro eterno, El sol lila, Los cromáticos yates, El estanque moteado, La playa inexistente. Esos son. [...] Lo bueno es que los libros están tramados uno sobre el otro. O sea en un cuaderno hay partes de El elefante… partes de El estanque… y así…
"–O sea que primero escribes y después decides a dónde corresponde cada poema.
"–Claro.
"–Pero mientras los escribes no sabes a qué corresponden.
“–No, de hecho ya se sabe. Ponte uno con bastante humo y esas cosas, pertenece a La avenida del cloro eterno. Uno un poco azul es Los cromáticos yates. Si se me ocurre un poema por ejemplo extraño es El sol lila. O sea van por derecho propio. A La playa inexistente van aquellos poemas que ni yo entiendo. Y no tengo ni la menor idea de lo que quieran decir, pero me parecen lindos en la forma de palabras. O sea son ejercicios, casi.
[...]
"–¿Qué clase de poemas lleva El estanque moteado?
"–Lleva poemas de misterio. Es una novela de misterio... Allí salen las figuras del Inspector, del Gran-Jefe-Un-Lado-Del-Cielo y la otra gran figura, y hay una tercera figura. Son tres personajes que viven. El Inspector es un inspector. El otro, el Gran-Jefe-Un-Lado-Del-Cielo, soy yo, es lo más seguro. No sé, una vez lo pensé, y creo que soy yo. Es lo más probable. O sea comencé a comparar al Gran-Jefe-Un-Lado-Del-Cielo con diversas personas y más se parece a mí que a otras personas. Entonces me parece autobiográfico, el Gran-Jefe-Un-Lado-Del-Cielo que le gusta ir al cine, que le gustan los bares, el aserrín y nada más. ¡Qué pocas cosas de la vida, oye! A mí lo que más me gusta en la vida es el aserrín, los bares, el mar y las esquinas y nada más".

(Entrevista concedida en los años setenta a la revista argentina Tsé Tsé)

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Nunca he sido feliz / Pero, al menos, / He perdido / Varias veces / la felicidad ("Nunca he sido feliz")


Una entrevista más dio Luis Hernández durante la misma década, antes de 1977, el año en que un tren gaucho se lo llevó de encuentro en cuerpo y alma. O sería válido sospechar, mejor, que con su alma no pudo el susodicho tren; pocas sensibilidades, como la de Hernández, logran llegar diáfanas al papel. El Gran-Jefe-Un-Lado-Del-Cielo dejó su alma escrita –siempre con tinta líquida porque con la tinta seca "no sale bonita la letra"– en esos cuadernos de colores que regalaba a sus amigos, luego de renegar de la publicación convencional.
Treinta años han pasado desde entonces.

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Los cuadernos devenían en un caleidoscopio que, con suerte, precisa no una sino muchas ediciones, no una sino muchas purgas. Del sometimiento a los cedazos de cada punto de vista tendría que salir una obra mayor de la lengua española. De ello estoy absolutamente convencido y esta primera prueba, a treinta años de la muerte de su autor, se titula, con guiño evidente, La soñada coherencia.
Así dice en el prólogo el poeta y crítico Edgar O'Hara, experto en Luis Hernández que, a manera de homenaje por las tres décadas, ha depurado sus textos con el único fin de desentrañar poesía. El resultado es La soñada coherencia, hermoso volumen editado por Mesa Redonda –y el proyecto más importante y arriesgado del 2007 para el joven sello editorial de Sandra López– que aspira a configurar una obra coherente desde el punto de vista creativo, además de incluir un dossier con fotos inéditas del poeta proporcionadas por Herman Schwarz. Porque en sus cuadernos, L.H. puso tanto lírica pura como citas de sus poetas favoritos –Byron, Shelley, Keats–, letras de canciones de los Beatles y Cat Stevens, pensamientos, padecimientos de narcodependiente y maromas verbales diversas. Como explica el propio O'Hara: el diario personal, los pensamientos anotados a capricho, la crónica de desencuentros con el poder político (o, mejor, policial), el registro de internamientos en clínicas expresado con el lenguaje inconfundible de los adictos que han ido y venido por las etapas de rehabilitación y murmuran, a modo de conjuro, una muletilla religiosa. Todos estos textos se encuentran en los cuadernos de Hernández pero conviene no confundirlos con su originalísima poesía. Poesía así:
Extraña es tu alma, Amor. / Más extraño aún / Quien te ama.

...

Hace diez años, el poeta Luis La Hoz recordaba en Caretas 1483 sus inicios en la medicina al lado de Luchito "The Kid". Hernández era el médico y La Hoz era enfermero. "El estetoscopio estaba colgado de un clavo. Y cuando no había pacientes me hablaba en un alemán que yo no entendía. Cuando había pacientes no cobraba las consultas. Regalaba los remedios o los trocaba por cigarrillos". El doctor Hernández era también el explorador de cantinas de la Plaza Francia, el boxeador, el parroquiano del S.O.S. de La Herradura, el músico, el astrónomo, el viajero, el chico que se ponía triste y escribía poemas y hacía dibujos con plumón, que vivió su vida en versos, él su propia obra, él el punto final. Difícil de imaginar mayor de treinta y seis años.
–Uno hace con su vida lo que quiere y haga lo que uno haga, nunca hace nada. Porque hagas lo que hagas las cosas son como son. O sea que cualquier movimiento, cualquier cosa que escribas no es nada. Las cosas suceden igual, sin ti o contigo, escribas o no escribas, hables o no hables, eso es la gran verdad; nada más.
Nada más.

* Publicado en Caretas Nº 1995.


En la foto: Luis Hernández. La nota incluye en un recuadro su siguiente poema: "Mi Primer Amor. Mi primer Amor / Fue la Música / Mi segundo Amor / Fue el Amor / A la Música / Mi tercer Amor / Fue triste / Y feliz".