jueves, 13 de noviembre de 2008

Una lectura mágica de Los ríos profundos, de José Mª Arguedas


José María González-Serna Sánchez


--------------------------------------------------------------------------------

Castro Klaren (Castro Klaren: 1973) afirma que la magia es el medio gracias al cual el ser humano puede intentar comunicarse y comprender el mundo que le rodea y que apenas entiende. En Los ríos profundos, Arguedas presenta una visión del universo como un todo interrelacionado y el acercamiento mágico a ese mundo consiste en intentar descubrir los caminos subterráneos que se mueven entre los seres, las cosas y los valores espirituales, en definitiva, se trata de comprender la esencia del Cosmos, consistente en descubrir la interrelación de seres y objetos. Pero esta percepción integradora y panteísta no es compartida por todos los personajes de la novela, tan sólo por el pueblo indígena y por Ernesto, el personaje protagonista "introducido" gracias a su infancia pasada en el ayllu y en su quebrada madre.

A lo largo de la novela, el autor utilizará diferentes elementos y motivos que sitúan la novela en el ámbito de lo maravilloso, rasgo este que la sitúan un paso adelante en la evolución de la narrativa indigenista peruana, como señala Tomás G. Escajadillo (Escajadillo: 1994). En estas páginas intentaremos comentar algunos de estos elementos de lo real maravilloso que aparecen por la obra.

La estructura mítica.-

La novela de Arguedas está montada sobre dos pilares estructurales de dilatada tradición literaria, como son, por un lado el motivo del viaje y por otro el del héroe adolescente que protagoniza el tránsito de la infancia a la edad adulta. Ambos motivos son de fácil rastreo a lo largo de la historia de la literatura, tanto aislados como combinados, arrancando desde la Biblia y la épica clásica, pasando por la picaresca hasta llegar a la literatura del siglo XX en la que son frecuentes los relatos que se estructuran sobre esta base, y sería ocioso, por evidente, enunciar aquí obras que los incorporan.

El viaje de Ernesto en Los ríos profundos pasa por tres etapas que conviene que analicemos más detalladamente. La corta estancia en Cuzco conforma la primera etapa del viaje iniciático de Ernesto. Cuzco es ciudad sagrada y centro del mundo en el que se unen cielo y tierra. El protagonista antes de su entrada en la ciudad solamente tenía de ella las referencias apasionadas de su padre. Ese hecho explica las palabras del niño cuando al entrar en la ciudad se ve deslumbrado por las luces de la estación del ferrocarril:

El Cuzco de mi padre, el que me había descrito quizás mil veces, no podía ser ese (Arguedas: 1985, p. 8).

Ernesto se va desesperando poco a poco hasta que por fin tiene la primera toma de contacto visual con el espacio mítico del pasado andino:

-Mira al frente –me dijo mi padre-. Fue el palacio de un inca.

Cuando mi padre señaló el muro me detuve. Era oscuro, áspero; atraía con su faz recostada... (Arguedas: 1985, p. 8).

Esta atracción ejercida sobre Ernesto le lleva páginas después a la toma de contacto físico, mediante la cual sentirá la vitalidad latente de los restos incaicos. Supone la culminación de una experiencia mística:

Toqué las piedras con mis manos; seguí la línea ondulante, imprevisible, como la de los ríos, en que se juntan los bloques de roca [...] El muro parecía vivo, sobre la palma de mis manos llameaba la juntura de las piedras que había tocado (Arguedas: 1985, p. 11).

Es en contacto con este muro cuando Ernesto se da cuenta de su calidad de elegido y de que sólo él tiene la capacidad para relacionarse y comunicarse con las rocas. Así queda de manifiesto al referirse al episodio en el que un borracho orina sobre el muro:

No perturbó su paso el examen que hacía del muro, la corriente que entre él y yo iba formándose (Arguedas: 1985, p. 11).

Ernesto es un elegido, y en su calidad de tal, le es obligado el paso por la ciudad de Cuzco. Allí se cargará de fuerza mágica, de la capacidad para captar la vida interior de las cosas...

Tu ves, como niño, algunas cosas que los mayores no vemos. La armonía de Dios existe en la tierra (Arguedas: 1985, p. 15).

Pero si Ernesto es un elegido, si se le ha concedido un don especial para captar la armonía del Cosmos, es porque tiene una misión que cumplir. Esa misión consiste en la recuperación de una utopía: el estado edénico de los incas, una suerte de paraíso perdido. Ernesto debe recuperarlo y ser capaz de relacionarlo con el presente, lo que lleva a pensar, como dice Cornejo Polar (Cornejo Polar: 1973), que la novela oscila sobre dos goznes, de un lado el afán integrador consistente en la restauración del pasado incaico, y de otro la realidad de un mundo desintegrado, como se manifiesta en la clarísima red de oposiciones que se establece en la obra y que analizaremos más adelante. Pero en Cuzco, como sucedía en la primera etapa del viaje de Ernesto, también hay algunos elementos negativos. Es el caso de los avaros, representados por el Viejo, con quien se enfrenta el protagonista en su rol de elegido y protegido.

En Cuzco, Ernesto y su padre encontrarán otros elementos mágicos además de los muros del palacio de Huayna Capac. Entre ellos, quizás destaque sobre otros la María Angola, la gran campana fabricada con el oro inca que recubría los muros del palacio. Pero la María Angola no es mágica en virtud de ser campana, ya que esa es una transformación cristiana, sino en virtud del oro de que está hecha:

¡El oro, hijo, suena como para que la voz de las campanas se eleven al cielo y vuelva con el canto de los ángeles a la tierra! (Arguedas: 1985, p. 19)

El oro es símbolo y reflejo de la luz solar que todo lo impregna y gobierna...

En aquel pueblo de los niños asesinos de pájaros, donde nos sitiaron de hambre, mi padre salía al corredor [...], acariciaba su reloj (de oro), lo hacía brillar al sol y esa luz lo fortalecía (Arguedas: 1985, p. 19)

El oro es algo muy cercano a lo Uno, ya que es extraído del mismo corazón de la Pacha Mama. Al final de la novela volverá a aparecer el oro en esas dos monedas que el padre de Palacitos le da a Ernesto para que "o emprenda viaje o pague su entierro"; ambas no son sino formas distintas de conseguir integrarse en la Naturaleza purificadora.

La segunda etapa es el largo peregrinar del protagonista siguiendo los pasos de su padre por toda la geografía del Perú. Este peregrinar no está exento de peligros, como demostrará la estancia en Yauyos:

Los niños de la escuela venían por grupos a recoger los loros muertos; hacían sartas con ellos (Arguedas: 1985, p. 34).

Los niños no sólo realizan un acto de crueldad con los loros muertos, sino que atacan el orden y rompen la visión beatífica que Ernesto tiene del mundo. Estas dificultades por las que pasan padre e hijo antes de llegar al Cuzco se explican al entenderlas como parte de un rito que marca el paso de lo profano a lo sagrado.

La estancia en Abancay constituyen la tercera etapa del viaje del protagonista. Abancay romperá la idea del orden natural que Ernesto había aprendido con los indios, porque en esa ciudad aparecerá materializado el mal. El odio es rasgo definitorio y propio de un lugar que Arguedas nos presenta desde el principio como un espacio negativo...

Es un pueblo cautivo, levantado en la tierra ajena de una hacienda (Arguedas: 1985, p. 39)

Las últimas palabras del capítulo III son clara anticipación de lo que va a ocurrir en Abancay:

Recibiría la corriente poderosa y triste que golpea a los niños cuando deben enfrentarse solos a un mundo cargado de monstruos y fuego, y de grandes ríos que cantan con la música más hermosa al chocar contra las piedras y las islas (Arguedas: 1985, p. 44)

La estructura maniquea que se encuentra en toda la novela se hace brutalmente concreta en Abancay, y más aun, en el internado, espacio cerrado y opresivo dentro de otro espacio cerrado.

La última etapa del viaje de Ernesto consiste en la vuelta a emprender camino al internarse en la sierra y en el pasado, pues ese era, paradójicamente, su futuro.

El motivo de los ríos.-

El río significa en la novela la permanencia de lo quechua, al ser entendido como lo que fluye eternamente. El protagonista verá en los ríos una divinidad purificadora, ya que es sangre que desciende de la sierra y trae recuerdos de un pasado feliz. El río ejercerá sobre Ernesto una función liberadora: los días que puede, el chico sale corriendo de la opresión del internado y se dirige al Pachachaca para desintoxicarse. Allí recuerda, contempla, siente la naturaleza y consigue olvidar que también él se contagió del mal al entrar en el patio interior del internado. Junto al río, Ernesto recuperará la esperanza en un mundo integrado.

Pero el río no solo purifica, sino que también sirve para arrastrar el mal y alejarlo del internado y de Abancay...

El río la llevaría (la fiebre) a la Gran Selva, país de los muertos ¡Como al Lleras! (Arguedas: 1985, p. 254)

Las piedras.-

La piedra es lo indestructible del mundo incaico. Están dotadas de vida propia que sólo puede ser captadas por iniciados o elegidos, como hemos visto más arriba al hablar de la estancia del protagonista en Cuzco. Pero no todas las piedras están dotadas de esa cualidad, solamente las rocas vírgenes, irregulares, las otras han perdido su esencia mágica, porque "golpeándolas con el cincel les quitarían el encanto", dice el padre de Ernesto. Esa es la razón por la que las piedras de la Catedral no se comunican con el niño, pese a provenir de antiguos edificios incas.

El zumbayllu.-

El zumbayllu es una especie de trompo que representa en la novela la identidad profunda de la memoria, la naturaleza y la música. Se trata de un objeto integrador que sirve para hacer funcionar los recuerdos más recónditos, casi podríamos decir que posibilita la recuperación de la memoria genética...

El canto del zumbayllu se internaba en el oído, avivaba en la memoria la imagen de los ríos (Arguedas: 1985, p. 77)

El zumbayllu es el elemento mágico por excelencia de la novela y, por supuesto, el instrumento ideal para Ernesto, al ser capaz de captar la interrelación existente entre los objetos. Para Luis Harss (Harss: 1983) es la encarnación de la rotación terrestre y por ello simboliza en la novela una cultura arcádica que sigue viva en el orden natural.

Las funciones del zumbayllu en la historia narrada son variadas. En primer lugar tiene la utilidad de servir para comunicar mensajes a lugares lejanos, evocando la Naturaleza...

Estaba solo contemplando y oyendo mi zumbayllu [...] que parecía traer al patio el canto de todos los insectos alados que zumban musicalemente entre los arbustos floridos (Arguedas: 1985, p. 97)

También es objeto pacificador, símbolo del restablecimiento del orden, como sucede en el episodio en que Ernesto regala su zumbayllu al Añuco. Pero, sobre todo, es un elemento purificador de los espacios negativos. En la cita anterior hemos visto como devuelve la alegría a los internos al evocar la Naturaleza, sin embargo, el verdadero hecho purificador se produce en las páginas finales de la novela cuando Ernesto entierra su zumbayllu en los excusados, en el mismo sitio donde los alumnos del internado violaban a la opa Marcelina. El zumbayllu, al entrar en contacto con la tierra, purifica el ambiente e incluso permite que germinen las flores; flores que el muchacho llevará como ofrenda al cementerio en el que está enterrada la opa, como último vestigio de la depravación y como símbolo del perdón natural a Marcelina.

La red de oposiciones.-

Los ríos profundos es una novela que se sustenta sobre la antítesis. Desde el principio del relato encontramos estas oposiciones, como sucede con el choque que se produce entre el Viejo y Ernesto o, poco después, con la dialéctica entre el pueblo de los asesinos de pájaros y el chico y su padre. Pero será en la ciudad de Abancay donde se materialice brutalmente el enfrentamiento de visiones del mundo. En último término se tratará de una oposición maniquea entre el Bien y el Mal que se concretará en diferentes situaciones a lo largo del núcleo central de la novela.

El primer contraste lo encontramos entre el propio nombre de la ciudad,

Awankay es volar planeando, mirando la profundidad (Arguedas: 1985, p. 38)

y la realidad del pueblo,

Es un pueblo cautivo, levantado en la tierra ajena de una hacienda (Arguedas: 1985, p. 39)

Dentro de la ciudad, dentro del internado, volveremos a encontrar una nueva antítesis planteada entre los espacios abiertos y cerrados. Los primeros estarán adornados con adjetivos que indican luminosidad y pureza, mientras que en los segundos aparecerán aves atroces, ambientes pesados y sucios. El protagonista de la novela querrá huir de esos espacios cerrados, deseo que sólo conseguirá mediante la acción de la memoria y de los caminos, bien sean terrestres, caso del camino de Patibamba, bien sean fluviales, como es el río Pachachaca, al que nos hemos referido previamente. La precipitación de Ernesto hacia los espacios luminosos se convierte en una especie de renacimiento que le permite volver a encontrarse con su quebrada madre de Viseca.

Dentro de la ciudad de Abancay, la tragedia agónica de Ernesto se concretará aun más en el internado. Allí, el Bien y el Mal los encontraremos articulados en torno a los dos patios del colegio. El patio de honor aparecerá caracterizado por la luz, la música, el agua y la piedra, además de ser el sitio para bailar el zumbayllu; frente a él, el patio interior se define por la oscuridad, la brutalidad, el mal olor, la tierra sucia y el sexo inconfesable, como es la violación de la opa y las masturbaciones.

En el colegio, el Mal aparece vinculado casi exclusivamente con el sexo. Este es considerado como una experiencia negativa que llena de vergüenza, opresión y culpa a algunos de los chicos. Con el sexo, los internos creen estar jugando a la salvación o condenación eterna, y la lucha contra el remordimiento se hace insostenible. En este sentido, el personaje del Chauca es emblemático, al debatirse constantemente entre el furioso deseo por la opa y el afán de santidad y pureza.

Los personajes que desfilan por el internado de Abancay pueden clasificarse fácilmente según el criterio de su vinculación con el Bien o el Mal. De esa forma pueden establecerse diferentes grupos de personajes. Por un lado tenemos a los que permanecen siempre en la esfera del Mal: es el caso del Peluca y el Lleras, que acabará siendo castigado por el río arrinconando sus huesos fétidos en la orilla. Frente a este primer grupo se posicionan los personajes que permanecen durante la acción narrada dentro del ámbito del Bien, como sucede con Palacitos, Romero y el propio protagonista. El resto de los personajes podemos ordenarlos según la evolución sufrida a lo largo del relato, de forma que la opa Marcelina encarnaría el paso del Mal al Bien, puesto que, aunque es la desencadenadora del furor sexual de los internos, acaba redimida por su sufrimiento:

A esta criatura que ha sufrido recógela, Gran Señor [...] ¡Ha sufrido, ha sufrido! Caminando o sentada, haciendo o no haciendo, ha sufrido ¡Ahora le pondrás luz en su mente, la harás un ángel y la harás cantar en tu gloria, Gran Señor! (Arguedas: 1985, p. 228)

Frente a la evolución sufrida por la opa, Antero protagoniza el camino contrario que le lleva del Bien al Mal, de estar en la órbita mágica del que conoce los secretos del zumbayllu a quedar descalificado ante los ojos de Ernesto al imponerse su visión racionalista y pragmática del mundo. En una última posición encontramos al padre Linares, caracterizado por una personalidad ambivalente que Ernesto capta desde el primer momento: unas veces lo ve como "un pez de cola ondulosa y ramosa", mientras que en otras ocasiones se le asemeja a "don Pablo Maywa, el indio que más quería"; hacia el final de la novela, el narrador-protagonista será contundente:

El Padre me ha salvado. Tiene suciedad, como los otros, en su alma, pero me ha defendido ¡Dos lo guarde! (Arguedas: 1985, p. 232)

Los internos del colegio llevarán a cabo una cruzada contra el Mal que culminará en la expulsión del Lleras y la conversión del Añuco. Sólo quedará el Peluca, pendiente constantemente del patio interior... Pero cuando el Mal parece desaparecer del colegio, la fiebre se cierne sobre Abancay, lo que provoca la dispersión de los alumnos. Ernesto huirá hacia la sierra, y en esa huida imagina que lucha contra la enfermedad:

Quizá en el camino encontraría la fiebre [...] Vendría disfrazada de vieja [...] Yo ya lo sabía. Estaba en disposición de una piedra en la que había escupido una cruz [...] Rezando siempre, la arrastraría hacia el puente; la lanzaría después, desde la cruz, a la corriente del Pachachaca (Arguedas: 1985, p. 244)

Ernesto entiende que para vencer al Mal por excelencia es necesaria la unión de las fuerzas mágicas que provienen de lo inca y lo cristiano (la piedra en la que se escupe una cruz de saliva), pero solamente el río acabará purificando Abancay de la epidemia, igual que purificó el colegio llevándose al Lleras.

Bibliografía.-

Arguedas, José María: Los ríos profundos, Barcelona, Planeta-Agostini, 1985.

Castro Klaren, Sara: El mundo mágico de José María Arguedas, Lima, IEP, 1973.

Cornejo Polar, Antonio: Los universos narrativos de José María Arguedas, Buenos Aires, Losada, 1973.

Escajadillo, Tomás G.: La novela indigenista peruana, Lima, Amaru Editores, 1994.

Harss, Luis: "Los ríos profundos como retrato del artista", en Revista Iberoamericana, Nº 122, Enero-Marzo, 1983.

Marín, Gladis C.: La experiencia americana de José María Arguedas, Buenos Aires, Fernando García Cambeiro, 1973.

Urello, Antonio: José María Arguedas, el nuevo rostro del indio, Lima, Librería-Editorial J. Mejía Baca, 1974.

Rouillon, José Luis: "La otra dimensión: el espacio mítico", en Recopilación de textos sobre José María Arguedas, La Habana, Casa de Las Américas, 1976.

Rowe, William: "Mito, lenguaje e ideología como estructuras literarias", en Recopilación de textos sobre José María Arguedas, La Habana, Casa de Las Américas, 1976.


--------------------------------------------------------------------------------

Sincronía Verano 2002

No hay comentarios: