viernes, 23 de marzo de 2007

Queen - Ogre Battle (Hammersmith 1975)

Bryce se defiende de acusación de plagio

Escritor peruano Alfredo Bryce.

• Afirma que se debió a un error y pidió disculpas. Autor se encuentra dedicado a escritura de su próxima novela.



Lima. EFE. El escritor peruano Alfredo Bryce Echenique se defendió de acusaciones de plagio vertidas contra él y dijo que en el último caso, ocurrido esta semana, se debió a un error de su ayudante y a las prisas.

"Fue producto de un error de mi secretaria y del apuro por acabar mi última novela", manifestó el escritor en una entrevista con EFE, al ser preguntado por el plagio del artículo "Potencias sin poder", perteneciente al diplomático Oswaldo de Rivero y que publicó Bryce en un reconocido diario peruano.

El novelista, de 68 años, explicó a EFE que su secretaria en Barcelona le envió por error a Lima un artículo ubicado en su archivo de textos de consulta llamado "Bibliografía" y cuyo autor era Oswaldo de Rivero.

El Premio Planeta 2002 indicó que ha presentado sus disculpas al diario. También anunció que cuando regrese a Barcelona, el próximo julio, "pondrá fin" al desorden existente entre sus textos.

martes, 20 de marzo de 2007

Los gallinazos sin plumas, Julio Ramón Ribeyro


las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas[1] se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos[2], macerados[3] por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas[4] morados de frío, sirvientas sacando

los cubos de basura. A esta hora, por último, como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas.

A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el colchón comienza a berrear[5]:

– ¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!

Los dos muchachos corren a la acequia[6] del corralón[7] frotándose los ojos legañosos[8]. Con la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado[9] y en su fondo transparente se ven crecer yerbas y deslizarse ágiles infusorios[10]. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero[11] y con su larga vara[12] golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los desperdicios.

¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero aguarda no más, que

ya llegará tu turno.

Efraín y Enrique se demoran en el camino, trepándose a los árboles para arrancar moras o recogiendo piedras, de aquellas filudas[13] que cortan el aire y hieren por la espalda. Siendo aún la hora celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón.

Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo. Sin conocerse forman una especie de organización clandestina que tiene repartida toda la ciudad. Los hay que merodean[14] por los edificios públicos, otros han elegido los parques o los muladares[15]. Hasta los perros han adquirido sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.

Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge una acera[16] de la calle. Los cubos de basura están alineados delante de las puertas. Hay que vaciarlos íntegramente y luego comenzar la exploración. Un cubo de basura es siempre una caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de pan, pericotes[17] muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les interesa los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuran en ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo[18] valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una honda[19]. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.

Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho[20]. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado[21] su botín[22]. Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está perdida.

Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los noctámbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.

Don Santos los esperaba con el café preparado.

–A ver, ¿qué cosa me han traído?

Husmeaba[23] entre las latas y si la provisión estaba buena hacía

siempre el mismo comentario:

– Pascual tendrá banquete hoy día.

Pero la mayoría de las veces estallaba:

– ¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se morirá de hambre!

Ellos huían hacia el emparrado[24], con las orejas ardientes de los pescozones[25], mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba la comida.

– ¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos zamarros[26]. Ellos no te engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos[27] para que aprendan!

Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo insaciable. Todo le parecía poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre del animal. Los obligaba a levantarse más temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca de más desperdicios[28]. Por último los forzó a que se dirigieran hasta el muladar que estaba al borde del mar.

– Allí encontrarán más cosas. Será más fácil además porque todo está junto.

Un domingo, Efraín y Enrique llegaron al barranco[29]. Los carros de

la Baja Policía, siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras. Visto desde el malecón[30], el muladar formaba una especie de acantilado[31] oscuro y humeante, donde los gallinazos[32] y los perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se retiró aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetró hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos, de materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploración. A veces, bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña[33] devorada a medios. En los acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos. Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero[34] y hacían desprenderse guijarros[35] qne rodaban hacía el mar. Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con

los cubos llenos.

– ¡Bravo! – exclamó don Santos –. Habrá que repetir esto dos o tres veces por semana.

Desde entonces, los miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos, como ayudándoles a descubrir ]a pista de la preciosa suciedad.

Fue al regresar de una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del pie. Un vidrio e había causado una pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante lo cual prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero Don Santos no se percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un

hombre gordo que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.

– Dentro de veinte o treinta días vendré por acá – decía el hombre –. Para esa fecha creo que podrá estar a punto.

Cuando partió, don Santos echaba fuego por los ojos.

– ¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la ración de Pascual! El negocio anda sobre rieles.

A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus nietos, Efraín no se pudo levantar.

– Tiene una herida en el pie – explicó Enrique –. Ayer se cortó con un vidrio.

Don Santos examinó el pie de su nieto. La infección había comenzado.

– ¡Esas son patrañas[36]! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.

– ¡Pero si le duele! – intervino Enrique –. No puede caminar bien.

Don Santos meditó un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos[37] de Pascual.

– y ¿a mí? – preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo –. ¿Acaso no me duele la pierna? Y yo tengo setenta años y yo trabajo... ¡Hay que dejarse de mañas[38]!

Efraín salió a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora después regresaron con los cubos casi vacíos.

– ¡No podía más! – dijo Enrique al abuelo –. Efraín está medio cojo[39].

Don Santos observó a sus dos nietos como si meditara una sentencia.

– Bien, bien – dijo rascándose la barba rala y cogiendo a Efraín del pescuezo lo arreó[40] hacia el cuarto –. ¡Los enfermos a la cama! ¡A podrirse sobre el colchón! Y tú harás la tarea de tu hermano. ¡Vete ahora mismo al muladar!

Cerca de mediodía Enrique regresó con los cubos repletos. Lo seguía un extraño visitante: un perro escuálido y medio sarnoso[41].

– Lo encontré en el muladar – explicó Enrique – y me ha venido siguiendo.

Don Santos cogió la vara.

– ¡Una boca más en el corralón!

Enrique levantó al perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.

– ¡No le hagas nada, abuelito! Le daré yo de mi comida.

Don Santos se acercó, hundiendo su pierna de palo en el lodo.

– ¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!

Enrique abrió la puerta de la calle.

– Si se va él, me voy yo también.

El abuelo se detuvo. Enrique aprovechó para insistir:

– No come casi nada..., mira lo flaco que está. Además, desde que Efraín está enfermo, me ayudará. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.

Don Santos reflexionó, mirando el cielo donde se condensaba la

garúa. Sin decir nada, soltó la .vara, cogió los cubos y se fue rengueando hasta el chiquero.

Enrique sonrió de alegría y con su amigo aferrado al corazón corrió donde su hermano.

– ¡Pascual, Pascual... Pascualito! – cantaba el abuelo,

– Tú te llamarás Pedro – dijo Enrique acariciando la cabeza de

su perro e ingresó donde Efraín.

Su alegría se esfumó: Efraín inundado[42] de sudor se revolcaba[43] de

dolor sobre el colchón. Tenía el pie hinchado, como si fuera de jebe[44] y estuviera lleno de aire. Los dedos habían perdido casi su forma.

– Te he traído este regalo, mira – dijo mostrando al perro –. Se llama Pedro, es para ti, para que te acompañe... Cuando yo me vaya al muladar te lo dejaré y los dos jugarán todo el día. Le enseñarás a que te traiga piedras en la boca.

¿Y el abuelo? – preguntó Efraín extendiendo su mano hacia el animal.

– El abuelo no dice nada – suspiró Enrique.

Ambos miraron hacia la puerta. La garúa[45] había empezado a caer. La voz del abuelo llegaba:

– ¡Pascual, Pascual... Pascualito!

Esa misma noche salió luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta época el abuelo se ponía intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el corralón, hablando solo, dando de varillazos al emparrado. Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo cargado de rencor. Pedro le tenía miedo y cada vez que lo veía se acurrucaba[46] y quedaba inmóvil como una piedra.

– ¡Mugre, nada más que mugre! – repitió toda la noche el abuelo, mirando la luna.

A la mañana siguiente Enrique amaneció resfriado. El viejo, que lo sintió estornudar en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, presentía una catástrofe. Si Enrique enfermaba, ¿quién se ocuparía de Pascual? La voracidad[47] del cerdo crecía con su gordura. Gruñía por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del corralón de Nemesio, que vivía a una cuadra, se habían venido a quejar.

Al segundo día sucedió lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Había tosido toda la noche y la mañana lo sorprendió temblando, quemado por la fiebre.

– y Tú también? – preguntó el abuelo.

Enrique señaló su pecho, que roncaba. El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco minutos después regresó.

– ¡Está muy mal engañarme de esta manera! – plañía[48] –. Abusan de mí porque no puedo caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ¡De otra manera los mandaría al diablo y me ocuparía yo solo de Pascual!

Efraín se despertó quejándose y Enrique comenzó a toser.

– ¡Pero no importa! Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada más que basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les saco ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí, hoy día no habrá, comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan levantarse y trabajar!

A través del umbral lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse[49] en la calle. Media hora después regresó aplastado. Sin la ligereza de sus nietos el carro de la Baja Policía lo había ganado. Los perros, además, habían querido morderlo.

¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben, se quedarán sin comida hasta que no trabajen!

Al día siguiente trató de repetir la operación pero tuvo que renunciar. Su pierna de palo había perdido la costumbre de las pistas de asfalto, de las duras aceras y cada paso que daba era como un lanzazo en la ingle. A la hora celeste del tercer día quedó desplomado en su colchón, sin otro ánimo que para el insulto.

– ¿Si se muere de hambre – gritaba – será por culpa de ustedes!

Desde entonces empezaron unos días angustiosos, interminables. Los tres pasaban el día encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una especie de reclusión forzosa. Efraín se revolcaba sin tregua, Enrique tosía. Pedro se levantaba y después de hacer un recorrido por el corralón, regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las manos de sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de palo y les lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta la esquina del terreno donde crecían verduras y preparaba su almuerzo, que devoraba en secreto. A veces aventaba a la cama de sus nietos alguna lechuga o una zanahoria cruda, con el propósito de excitar su apetito creyendo así hacer más refinado su castigo.

Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía crecer en su corazón un miedo extraño y al mirar a los ojos del abuelo creía desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresión humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños, atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su cuarto y quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual.

La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos. Enrique había oído decir que los cerdos, cuando tenían hambre, se volvían locos como los hombres. El abuelo permaneció en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón ni maldijo entre dientes. Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta. Parecía amasar[50] dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella, aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las lomas, abrió la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanzó un rugido:

¡Arriba, arriba, arriba! – los golpes comenzaron a llover –. ¡A levantarse haraganes[51]! ¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!...

Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la pared. Los ojos del abuelo parecían fascinarlo hasta volverlo insensible a los golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como si fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.

– ¡A Efraín no! ¡El no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al muladar!

El abuelo se contuvo jadeante. Tardó mucho en recuperar el aliento.

– Ahora mismo... al muladar... lleva los dos cubos, cuatro cubos...

Enrique se apartó, cogió los cubos y se alejó a la carrera. La fatiga del hambre y de la convalecencia lo hacían trastabillar[52]. Cuando abrió la puerta del corralón, Pedro quiso seguirlo.

– Tú no. Quédate aquí cuidando a Efraín.

Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana. En el camino comió yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes[53] emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora

celeste.

Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a detenerse. Era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corralón una calma cargada de malos presagios[54], como si toda la violencia estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse[55]. El abuelo, parado al borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un árbol creciendo desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movió.

– ¡Aquí están los cubos!

Don Santos le volvió la espalda y quedó inmóvil. Enrique soltó los cubos y corrió intrigado hasta el cuarto. Efraín apenas lo vio, comenzó a gemir:

– Pedro... Pedro...

– ¿Qué pasa?

– Pedro ha mordido al abuelo... el abuelo cogió la vara... después lo sentí aullar.

Enrique salió del cuarto.

– ¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?

Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la pared. Enrique tuvo un mal presentimiento[56]. De un salto se acercó al viejo.

– ¿Dónde está Pedro?

Su mirada descendió al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban las piernas y el rabo del perro.

– ¡No! – gritó Enrique tapándose los ojos –. ¡No, no! – y a través de las lágrimas buscó la mirada del abuelo. Este la rehuyó, girando torpemente sobre su pierna de palo. Enrique comenzó a danzar en torno suyo, prendiéndose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar sus ojos, de encontrar una respuesta.

– ¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué?

El abuelo no respondía. Por último, impaciente, dio un manotón a su nieto que lo hizo rodar por tierra. Desde allí Enrique observó al viejo que, erguido como un gigante, miraba obstinadamente el festín de Pascual. Estirando la mano encontró la vara que tenía el extremo manchado de sangre. Con ella se levantó de puntillas y se acercó al

viejo.

– ¡Voltea! – gritó – ¡Voltea!

Cuando don Santos se volvió, divisó la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra su pómulo.

– ¡Toma! – chilló Enrique y levantó nuevamente la mano. Pero súbitamente se detuvo, temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su alrededor, miró al abuelo casi arrepentido. El viejo, cogiéndose el rostro, retrocedió un paso, su pierna de palo tocó tierra húmeda, resbaló[57], y dando un alarido se precipitó de espaldas al chiquero.

Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó[58] el oído pero no se escuchaba ningún ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con la pata de palo quebrada, estaba de espaldas en el fango. Tenía la boca abierta y sus ojos buscaban a Pascual, que se había refugiado en un ángulo y husmeaba sospechosamente el lodo. Enrique se fue retirando, con el mismo sigilo con que se había aproximado. Probablemente el abuelo alcanzó a divisarlo pues mientras corría hacia el cuarto le pareció que lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca había escuchado.

¡ A mí, Enrique, a mí!...

– ¡Pronto! – exclamó Enrique, precipitándose sobre su hermano –¡Pronto, Efraín! ¡El viejo se ha caído al chiquero! ¿Debemos irnos de acá!

– ¿Adónde? – preguntó Efraín.

– ¿Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!

– ¡No me puedo parar!

Enrique cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho. Abrazados hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el corralón. Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula[59].

Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.







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[1] Beato: Se aplica a la persona que ha sido beatificada o se aplica a la persona exagerada en las prácticas religiosas, o de religiosidad afectada.

[2] Noctámbulo: Se dice del que desarrolla durante la *noche la actividad que, ordinariamente, se desarrolla durante el día.

[3] Macerar: Ablandar una cosa golpeándola, estrujándola o teniéndola a remojo.

[4] Canilla: Cualquier hueso largo y delgado de la pierna o brazo.

[5] Berrear: Emitir su voz propia un becerro u otro animal que la tenga semejante; se dice también del elefante.

[6] Acequia: Zanja para conducir el agua.

[7] Corral: Cercado más grande donde se tiene ganado de cualquier clase.

[8] Legaña: Acumulación pastosa o seca de secreción de la mucosa y de las glándulas de los párpados en los bordes de éstos y, particularmente, en los ángulos que forman.

[9] Remansado: Formar un remanso. Remanso: Lugar de una corriente, por ejemplo de la de un río, donde se hace más lenta o donde el agua queda quieta o casi quieta.

[10] Infusorio: Protozoario provisto de pestañas vibrátiles; abunda en las infusiones de hojas.

[11] Chiquero: Choza donde se guardan por la noche los cerdos.

[12] Vara: Rama delgada de un árbol o un arbusto, limpia de hojas.

[13] Filudo: De filo muy agudo.

[14] Merodear: Ir repetidamente a un sitio sin un objetivo definido, o vagar por un sitio, para observar, explorar, espiar o curiosear, o en busca de algo.

[15] Muladar: Lugar donde se amontona estiércol. Fig.: sitio sucio o moralmente corrompido.

[16] Acera: Orilla pavimentada algo más alta que el piso de la calle, destinada al paso de peatones.

[17] Pericote: Rata grande del campo.

[18] Hallazgo: Cosa encontrada, particularmente, una cosa muy conveniente que se adquiere o encuentra.

[19] Honda: Utensilio formado por una tira, generalmente de cuero, o por una cuerda con un trozo de cuero fijo en su parte media, que se usa para lanzar piedras.

[20] Al acecho: Vigilando en espera de algo.

[21] Regado: Esparcido.

[22] Botín de Guerra: conquista, despojos, presa, trofeo.

[23] Husmear: Rastrear con el olfato.

[24] Emparrado: Armazón de barras, palos, etc., destinada a sostener una parra u otra planta trepadora o sarmentosa.

[25] Pescozón: Cachete dado en el pescuezo.

[26] Zamarro: Se aplica a persona callada y aparentemente sumisa e ignorante, pero con picardía o astucia y que hace lo que le conviene.

[27] Zurrar: Dar golpes repetidos a alguien para hacerle daño.

[28] Desperdicio: Parte no aprovechable de una cosa o lo que queda de una cosa después de utilizar una parte de ella: ‘Desperdicios de comida [de papel]’.

[29] Barranco: «Abismo. Derrumbadero. Precipicio. Sima. Tajo». Corte profundo en el terreno o pendiente abrupta.

[30] Malecón: Muralla o terraplén que se hace para que sirva de defensa contra las aguas.

[31] Acantilado: Corte vertical en el terreno, particularmente en la costa.

[32] Gallinazo: Ave rapaz diurna del tamaño de una gallina, que se alimenta de carne muerta y despide olor repugnante.

[33] Carroña: Carne podrida, particularmente la de un animal muerto y abandonado en el campo.

[34] Desfiladero: Paso estrecho entre montañas.

[35] Guijarro: Piedra pequeña redondeada por la erosión.

[36] Patraña: Enredo o embuste; cosa falsa que se cuenta como verdadera; particularmente, cuando la falsedad es muy grande y hay mucha complicación de sucesos.

[37] Gruñido: Sonido emitido por el cerdo u otros animales que tienen *voz semejante.

[38] Mañas: Acciones realizadas con astucia y engaño para conseguir algo.

[39] Cojo: Se aplica a una persona o animal al que le falta un pie o pierna o los tiene defectuosos, por lo que anda imperfectamente..

[40] Arrear: Estimular a las caballerías.

[41] Sarnoso: Se aplica al animal que tiene una enfermedad de la piel.

[42] Inundar: Cubrir un lugar de agua.

[43] Revolcarse: Echarse en el suelo o en un sitio sucio y dar vueltas en o sobre él.

[44] Jebe: Caucho.

[45] Garúa: Llovizna.

[46] Acurrucarse: Ponerse doblado y encogido, ocupando el menos espacio posible, para esconderse, para librarse del frío, etc.

[47] Voracidad: Se aplica a personas y animales y, correspondientemente, al hambre o la manera de comer. Se dice del que come mucho y con avidez.

[48] Plañir: Llorar y quejarse en voz alta.

[49] Volcarse: Poner una persona el máximo interés y esfuerzo para conseguir cierta cosa.

[50] Amasar: Mover y apretar una masa hasta que toma la consistencia y homogeneidad convenientes, particularmente, la masa del pan.

[51] Haragán: Se aplica al que rehuye el trabajo.

[52] Trastabillar: Vacilar o tambalearse.

[53] Rebosante: Derivados de significado deducible del de «rebosar»: ‘Un jarro rebosante de cerveza. Un padre rebosante de orgullo. La espuma rebosante de la copa’.

[54] Presagio: Señal que anuncia suerte o desgracia. Se le aplican los adjetivos «bueno, malo, favorable, desfavorable, propicio, adverso» y semejantes, referidos a la cosa anunciada.

[55] Desplomarse: Caer pesadamente una cosa cualquiera por cualquier causa.

[56] Presentimiento: Sensación íntima e indefinible de que va a ocurrir algo bueno o malo.

[57] Resbalar: Caer una cosa lentamente por un sitio. Particularmente, «las lágrimas por las mejillas».

[58] Aguzar: «Avivar». Aplicado a «entendimiento, inteligencia, atención, oído, vista», etc., aplicarlos con intensidad para percibir con ellos lo más posible.

[59] Mandíbula: Cada una de las dos piezas córneas que forman el pico de las aves.

lunes, 19 de marzo de 2007

POESIA de Paolo Astorga


Afuera

Afuera
sólo existe el estío.
Hay muchos rincones invisibles donde soñar
hay mucha arena para llenar nuestros zapatos,
y sólo hay un lecho
un nombre que abandona nuestras bocas.
Afuera
sólo silencio.
Viejos amores en cuclillas caminan dejando sus semillas
y detrás de sus espaldas
derriban las estatuas
sin saber nunca
que son ellos mismos
los que hirieren sus ojos bajo la luz
de un horizonte incomprendido.



Óleo

Ven, acércate a mi rostro y empújalo lentamente hacia la pista.
Es de tarde
y caminar por estas calles es desaparecer
con la cornisa de mis ojos
y sin saber cómo estallar en el más desolado silencio.



La voz de las dalias

Donde escapan las aves
mi figura existe en un trozo de mañana
inmortal
sin sombra
y entre hormigas invisibles
recorriendo mi dorso desnudo.

La tristeza es mansa
entre los tardíos parques bostezantes
y las tablas de un puerto apartado de mi vientre
que me llama
susurrando una historia.



La matanza (desde un mundo subterráneo)

Pero yo lo vi acurrucado entre cartones viejos
y hediondas prendas rojas.
Él me miró siempre con su ojo izquierdo
y un camino derribado crujió silvestres cantos
de zampoña
que iban cayendo por debajo de las piernas y la piel
de una iguana enceguecida por el trigo.
Dos hombres temblaban cerca al pozo
y una de sus mujeres miraba el cielo pálido
mientras la luna turbulenta y celeste pregunta por sus cuerpos.
Ni una voz
ni el bramar de un murmullo,
derribados por el estupor de sus frentes sudorosas
tocaron sus dedos
y se ataron al olvido.



Poema para desesperar en una avenida

Inventar una voz que comience levemente sola
y devuelva a la garra de un águila
es hacer que mis párpados se cierren a la belleza de tus formas
y sólo lea mi diario
con una cruda mirada de resignación.
Nadie me dijo
qué profundidad tenía el río
donde nos ahogábamos alegremente
sin dudar de nuestra inmortalidad.
Garabatos entre tus piernas y almíbar en tus labios,
garabatos, tachadas palabras que se encuentran
y se vuelven a encontrar
en las muertes cotidianas
de mi propia muerte desempleada.

Paolo Astorga

sábado, 17 de marzo de 2007

Blanca Varela, La soledad de la existencia


CANTO VILLANO

y de pronto la vida
en mi plato de pobre
un magro trozo de celeste cerdo
aquí en mi plato

observarme
observarte
o matar una mosca sin malicia
aniquilar la luz
o hacerla

hacerla
como quien abre los ojos y elige
un cielo rebosante
en el plato vacío

rubens cebollas lágrimas
más rubens más cebollas
más lágrimas

tantas historias
negros indigeribles milagros
y la estrella de oriente

emparedada
y el hueso del amor
tan roído y tan duro
brillando en otro plato

este hambre propio
existe
es la gana del alma
que es el cuerpo

es la rosa de grasa
que envejece
en su cielo de carne

mea culpa ojo turbio
mea culpa negro bocado
mea culpa divina náusea

no hay otro aquí
en este plato vacío
sino yo
devorando mis ojos
y los tuyos.

(De Canto villano)

viernes, 16 de marzo de 2007

Dos Poemas de Paolo Astorga



LA CIUDAD FANTASMA


Sólo encuentras aquí carne
un amargo trozo de carne que se ofrece sobre troncos secos
y llora mientras ríe
mientras su cartera se llena
y sus ojos se hunden en los ceniceros.
Sentías que tu cuerpo tenía un nombre
pero aquí no había más que caminos enrejados e infinitas faldas,
aquí sólo viste espejos esparcidos al azar,
miles de ratas lastimándote los ojos.
Calles invisibles, ciudades fantasmas clavando tus espaldas.
Sólo recuerdos que se erigen sobre la farsante alegría
que brota de las paredes, una bola de estambre que se mancha de sangre
una historia frustrada que recorre tus manos frías,
tus pies disueltos en el alcohol de un tibio vaso de cerveza
mientras ya no es un trozo de carne lo que encuentras,
sino simples sombras,
simples sombras que se van con tu cuerpo
muriendo sobre la mano que se entrega
a una palabra mutilada por la nieve.

De: Anatomía de un vacío






HÁBITAD


Había una salvaje envestida de violencia
cuando abría los ojos
y miraba la acera muerta
totalmente roja y abrupta,
un silencio que rugía en nuestros hombros
debajo de las horas de la infancia
mientras mi abuelo era pateado por un oficial ebrio
y no podía abrir su boca
embarrada de tristeza
sangre.
Nadie tocaba nuestra piel derretida bajo el sol de la ciudad.
Sólo la acera estéril humeando en nuestros labios
recordaba la sangre derramada entre las nubes,
nuestra casa apedreada por suicidas.
El hambre agonizaba sobre el sombrero vacío de mi abuelo
mientras tocaba su viejo violín
y el mundo se detenía
para olvidarlo sobre aquella pared que empezaba a pudrirse
como una sombra.

De: Rehenes del silencio (inédito)

Especial: 40 años de Cien años de soledad


Gaboratorio. Convocados por Julio Ortega, varios destacados escritores latinoamericanos contemporáneos aceptaron testimoniar su experiencia como lectores de Gabriel García Márquez. El resultado: textos en los que el asombro, la complicidad y el entusiasmo por la obra del Nobel colombiano son la nota dominante. En exclusiva, ofrecemos a nuestros lectores una selección de este amplio reportaje.



Navegador
Por Julio Ortega





Volando de regreso a Providence, leía yo el primer capítulo de las memorias de Gabriel García Márquez cuando advertí que mi vecino leía otro libro suyo. Al mirar hacia la fila de al lado comprobé que alguien más estaba leyéndolo, y ya no me extrañó que en la fila posterior una lectora hiciera lo mismo. ¿Y si todos los pasajeros de ese vuelo estuviesen leyendo a García Márquez? Consideré las posibles explicaciones: l) estas novelas tienen la duración promedio de un vuelo, como otrora las de Stendhal postulaban un viaje en tren; 2) se trataba de una nueva ola migratoria del Sur que hacía de estos libros su documento de identidad; 3) leer volando es otra nostalgia del realismo mágico.




Pero en seguida concluí que cada lector no solo leía un libro diferente sino a un autor distinto. Aun si el libro era el mismo, cada uno estaría leyendo otra novela. Me pareció entender que García Márquez había convertido a la lectura en el acto novelesco por excelencia. Gabo, me dije, nos ha convencido de que leemos sus libros como sagas de la comedia humana latinoamericana. Pero, en verdad, en sus libros hemos aprendido que la lectura misma es la biografía de nuestro tiempo. Al modo de Cervantes y Borges, ha construido una enciclopedia de leer y de releernos como padres e hijos de la letra. Sus libros nos dicen que leer nos ha hecho lo que somos, y que la novela nos salva del pelotón de fusilamiento gracias a que seguimos leyendo. El tiempo se prolonga en una frase.




Bien visto, lo que leemos es el espectáculo del mundo como la disputa de las interpretaciones por explicarlo, habitarlo y, con mucha lectura, humanizarlo. Ocurre en estas novelas, una y otra vez: los hechos son debatidos, contradichos, recontados y, al final, releídos. A veces, como en Crónica de una muerte anunciada, las interpretaciones exigen una víctima, y Santiago Nasar es sacrificado como el primer mártir de la hermenéutica. Como las buenas víctimas propiciatorias, él es el único que ignora la intensa lectura que lo elige como muerto. En El general en su laberinto Bolívar es el héroe de la interpretación infinita, porque sigue disputando con su demanda de emancipación el sentido de cada pregunta por América Latina. En cambio, en Del amor y otros demonios, la niña ilegible que ha sido mordida por un perro rabioso en el sopor del siglo XVIII caribeño, suscita la interpretación como juicio relativo. Ella es el ángel criollo de la lectura: su supuesta enfermedad es leída abusivamente. Enclaustrada, acusada de bruja y endemoniada, al final, bajo la autoridad mayor de la lectura, la de la Iglesia, es exorcizada y muerta.




No me extrañó descubrir, antes de aterrizar en Providence, que el propio García Márquez ha leído de modo distinto sus novelas. Al comienzo de todo, como si fueran hijas del asombro y la abundancia, de esa primera lectura de América Latina, cuando la palabra "palmas" ponía de pie a las primeras palmas. "Por qué no me van a creer, si le creen a la Biblia", recuerdo que solía decir. Después, favoreció la lectura de Cien años de soledad como documental, y juró que podía probar que cada página venía directamente de la realidad. Pronto abandonó las licencias del realismo mágico (ahora mismo hay en inglés tres nuevas novelas sobre las propiedades sobrenaturales del chocolate), y sugirió que su Bolívar era hijo legítimo de la documentación. La Academia Colombiana de la Historia trató de refutarlo; pero, advirtió un historiador resignado, al final esa novela será leída como verdad histórica.




A esta saga de la lectura le faltaba su poética, y el autor la propone en Vivir para contarla. El memorable primer capítulo plantea una interpretación de la vida como una creación de la lectura. Desde su mismo nacimiento, sus padres se convierten en sus primeros personajes. Gracias a ellos, Fermina y Florentino viven en la inminencia epifánica de su novelización.




Y a esta biografía de leer le faltaba todavía su modelo de lectura: un Gaboratorio, digamos, donde los lectores testimonien su parte de ficción encendida por esas novelas. Este taller de leer estaría en movimiento perpetuo, y sería permutante e ilimitado. Cada lector lo puede hacer suyo, sumar su testimonio, y operar el recomienzo de esta biolectura. Los cien años de esta edad solar de la lectura son también los cuarenta de su rotación, y el instante de su recomienzo.












La mejor lectura
Por Rodrigo Fresán




García Márquez me enseñó con su ejemplo que se puede llegar a escribir un libro inmejorable y que, por lo tanto, no hay que darse por vencido a la hora de luchar por su esquiva pero posible existencia. Está claro -es casi seguro- que caeremos en el campo de batalla; pero no nos está permitido rendirnos en el intento de conquista y victoria, porque allí, en el horizonte, nos vigila la luminosa sombra de Crónica de una muerte anunciada.




No sé, no estoy del todo seguro, de si esta prueba incuestionable de que se puede escribir algo a lo que no le falta una palabra ni le sobra una coma es algo que me corresponda agradecerle como intimidado colega a García Márquez; pero lo cierto es que jamás podré agradecérselo lo suficiente como extático lector.




Así se lee también su vida -la crónica de una vida anunciada- y así sigo leyendo yo a Gabriel García Márquez.




Abrir uno de sus libros siempre es irse de viaje, olvidarse de esta supuesta realidad, volver a ese sitio de donde salen todas sus cosas.




Y ahora, que todas esas cosas vuelvan a una autobiografía magistral no solo es un acto de justicia poética: es, también, un premio para este lector que ahora la lee para vivirla y una recompensa para ese escritor que vivió para contarla.




Lectoras y lecturas
Por Alicia Borinsky




Como la lectora más explícita de la novela, Ursula hace y deshace a los personajes y tiene la capacidad de evaluación otorgada por el sentido común. Por ella se introducen los lugares comunes de la vida cotidiana que arman el espacio del hogar y la maternidad. Ursula es maestra de la anécdota, tiene control de detalles. Es un personaje en clave ética que va descubriendo claves narrativas en la forma de motivos que impulsan las acciones de los personajes. El registro femenino encarnado por Ursula es fundamentalmente responsable y se basa en una energía que pide coherencia ética y psicológica para el nivel del texto que ella autoriza.




La clave interpretativa propuesta por Remedios la bella se basa en su peligrosa belleza. Es objeto de pasiones que culminan en la muerte, fulminadas por el encanto de su aspecto y una atracción tan instantánea como enigmática. Remedios tiene una relación literal con el lenguaje. Es un personaje puro cuerpo, sin abstracción y articula un primer nivel de representación lingüística interpretable como lucidez o falta completa de inteligencia: "Parecía como si una lucidez penetrante le permitiera ver la realidad de las cosas más allá de cualquier formalismo. Ese era al menos el punto de vista del Coronel Aureliano Buendía, para quien Remedios, la bella, no era en modo alguno retrasada mental, como se creía sino todo lo contrario 'Es como si viniera de regreso de veinte años de guerra' solía decir."




Según esta perspectiva, su lenguaje es cifra, fruto de sabiduría, síntesis que elimina lo trivial. En lugar de ser retrasada mental, posee el don de la brevedad; en vez de carecer de poder de abstracción y vocabulario, adquiere la elocuencia atribuida a las religiones, la poesía, la filosofía aforística. Encarna, así la seducción de un camino equívoco para el conocimiento. Es simultáneamente meta, debido a su hermosura, y vehículo por su privilegiado uso de un lenguaje puro.




De este modo, Remedios, la bella, se integra a una galería de personajes cuyo silencio y apariencia se traducen en autoridad de conocimiento. En El informe de Brodie, Borges conjetura un rey perfecto a quien se corona después de elegirlo al azar entre una multitud de bebés. Se le cierran los orificios, se lo mete en una cueva y después se lo saca como estandarte para espantar a los enemigos. En El obsceno pájaro de la noche Donoso inventa una criatura similar que una vez nacida no será rey sino salvador.




Amaranta, guardiana de su virginidad, Fernanda prisionera de la religión y su imaginaria correspondencia médica, Remedios la bella con su desembozada fisiología, Rebeca vuelta a comer tierra después de una vida que aparece como mero interludio anécdotico, las prostitutas fieles a su sexualidad son personajes exhibidos en la novela como parte de la perplejidad que propone como respuesta a la pregunta sobre el carácter de la inteligencia que acompaña a una intensa figuración corporal. Suponemos que ellas saben cómo son, aunque no las conozcamos del todo, porque se conocen a sí mismas.




Estas mujeres tienen un secreto que no se devela pero sabemos que encierra, sin lugar a dudas, el nivel de la narración que nos incita a seguir leyendo la historia en su registro anecdótico.




Con respecto a la batalla por la autoridad genérica, el lector actual, menos interesado en las dicotomías entre los lectores machos y los lectores hembras, sigue pendiente de la inteligencia y misterio de las hiperbólicas mujeres que sostienen una novela capaz de inventarlas y ponerlas entre paréntesis al mismo tiempo. Esta, es, acaso, en parte una tarea de rescate capaz de arrebatar a la obra de algunas de sus propias intenciones. En la duermevela de la crítica, la visión ciega e iluminadora de Ursula invita más de una respuesta.




Lecturas en un puente
Por Enrique Vila Matas




Debieron sucederle a García Márquez muchas cosas en el puente de Saint-Michel, camino de la buhardilla donde imitaba, como podía, la vida o la escritura de su admirado Hemingway. Porque no he podido nunca olvidar ese día del que algunas veces él ha hablado, ese día en el que sintió los pasos en la niebla de un hombre que pensó que era un perseguidor, ese día en que, a diferencia de Hemingway, se sentía pobre y muy infeliz en París y se había pasado toda la noche calentándose en el "vapor providencial de las parrillas del metro," eludiendo los policías que le golpeaban en cuanto le veían, pues le confundían con uno de los tantos argelinos a los que masacraban en aquellos días en París: "De pronto, al amanecer, se acabó el olor de coliflores hervidas, el Sena se detuvo, y yo era el único ser viviente entre la niebla luminosa de un martes de otoño en una ciudad desocupada. Entonces ocurrió: cuando atravesaba el puente de Saint-Michel, sentí los pasos de un hombre, vislumbré entre la niebla la chaqueta oscura, las manos en los bolsillos, el cabello acabado de peinar, y en el instante en el que nos cruzamos en el puente vi su rostro óseo y pálido por una fracción de segundo: iba llorando".




Ese encuentro con su falso perseguidor en el puente de Saint-Michel me trae el recuerdo de la escena final de Isabel viendo llover en Macondo, el recuerdo de las primeras líneas que de García Márquez subrayé (tenía yo 21 años) y que modificaron discretamente mi concepción de la escritura, esas líneas que describían sucintamente la aparición de un perseguidor en la niebla tropical, una persona invisible que sonreía (la del puente de París, en cambio, lloraba) en la oscuridad.




En Isabel viendo llover en Macondo, tras el largo diluvio que se desploma sobre Macondo durante el lapso de tiempo que va de un domingo por la mañana a otro (y que hace que las personas del pueblo, paralizadas y narcotizadas por la lluvia, floten como en una niebla ardiente y que todo se detenga y quede anulado), el tiempo de pronto comienza a cambiar y escampa y se extiende un silencio, una tranquilidad, un estado tan perfecto como imaginamos que debe ser la muerte. En ese silencio misterioso y profundo se oye una voz clara y completamente viva. Luego un viento fresco sacude la hoja de la puerta, hace crujir la cerradura, y un cuerpo "sólido y momentáneo, como una fruta madura", cae profundamente en la alberca del patio. Entonces llegan las frases que subrayé como un loco:




"Algo en el aire denunciaba la presencia de una persona invisible que sonreía en la oscuridad.




Dios mío -pensé entonces, confundida por el trastorno del tiempo-. Ahora no me sorprendería de que me llamaran para asistir a la misa del domingo pasado".




Cuando en los días de mi juventud leí estas líneas, creí entender que el hombre invisible era Dios y que la escena que estaba leyendo evocaba en el paradisíaco trópico el comienzo de la Creación. Creí leer esto (porque estaba un poco loco, supongo) y también (ahí se ve que no lo estaba tanto) creí leer que la realidad cotidiana, transformada por la sensación de anulación del Tiempo producida por el diluvio, se parecía muy poco a la realidad a la que me habían acostumbrado, y me dije que tal vez, a partir de aquel día, tendría que entrecomillarla siempre. Todo eso fue lo que leí o me dije cuando en mi extrema juventud me acerqué -loco y cuerdo al mismo tiempo- por primera vez a la escritura de García Márquez. Pero esta mañana, con la idea de escribir estas líneas, he vuelto 34 años después a leer Isabel viendo llover en Macondo y desde el primer momento he sido consciente de que el cuento seguía siendo tan impresionante como lo recordaba, pero por motivos distintos. Esta mañana lo que me ha impresionado del cuento es la creación de una atmósfera que solo dejará de ser fascinante cuando la realidad vuelva a ser la de antes de que lloviera, es decir la de antes de que existiera el cuento.




Algo ha cambiado en mí esta mañana tras la operación de releer ese cuento en el que solo llueve. ¿Sólo? Aunque no hayamos leído a Dante, todos sabemos que en el Purgatorio el poeta nos dice: "Poi piovve dentro a l´alta fantasia" (Llovió después en la alta fantasía). Y también sabemos que un día Italo Calvino dio una conferencia partiendo de esta maravillosa constatación: la fantasía es un lugar en el que llueve. Tal vez eso pueda explicar que el cuento de García Márquez termine precisamente cuando en Macondo deja de llover, lo que convierte en triste e indeseable nuestro regreso a la baja fantasía de la realidad de antes de la lluvia. Y es que querríamos volver a Macondo. No querríamos alejarnos de la compañía de Isabel y de la lluvia. Como todos los buenos cuentos, se acaba demasiado pronto. Y más cuando, como hoy ha sido mi caso, nos sobra el tiempo. Hoy tenía todo el tiempo del mundo para escuchar el ruido de la lluvia y de la alta fantasía, pues terminé ayer la novela en la que llevaba trabajando meses y, salvando todas las distancias, me sentía como García Márquez el día en que, tras haber escrito dieciocho meses, todos los días, de nueve de la mañana a tres de la tarde, supo que aquella era la última jornada de trabajo, supo que su primera novela estaba terminada, sólo que terminada de forma demasiado intempestiva, a las once de la mañana: "Mercedes no estaba en casa, y no encontré por teléfono a nadie a quien contárselo. Recuerdo mi desconcierto como si hubiera sido ayer: no sabía qué hacer con el tiempo que me sobraba y estuve tratando de inventar algo para poder vivir hasta las tres de la tarde."




Ayer terminé de escribir mi libro. Habla de los días en que, a mediados de los setenta, viví en París en una buhardilla de la rue Saint-Benoit tratando de imitar a Hemingway en París era una fiesta. Y de paso, sin saberlo (como si me hubiera convertido, sin saberlo, en aquel perseguidor fantasma del puente de Saint-Michel o en el perseguidor del relato de Simenon), tratando de imitar a García Márquez, que vivió muchos años en una buhardilla de la rue Cujas, con su ventana que daba a los tejados del Quartier Latin y desde la que oía el reloj de la Sorbonne dando la hora, siempre escribiendo frente a la foto (clavada en la pared con un alfiler) de su novia, siempre con las rodillas pegadas al radiador de la calefacción, escribiendo una novela que se llamaría La mala hora, a la que seguiría La hojarasca, de entre cuyos borradores nacería un cuento que se desprendería de esos borradores y tendría fantasía y vida propia y mucho diluvio en él y se llamaría Isabel viendo llover en Macondo.




Maravillosa y sangrienta
Por Carmen Ollé
Si hay algo mítico y heroico en el universo narrativo de García Márquez son las mujeres que pueblan sus libros. Seres incomprensibles, que él rescata del anonimato. Gabriel García Márquez confiesa tener un hilo de comunicación secreta con las mujeres que, a lo largo de la vida, le ha permitido sentirse más cómodo y seguro entre ellas que entre hombres. Además, las mujeres son las que sostienen el mundo mientras que los hombres lo desordenan con "brutalidad histórica".




Mujeres como la tía Petra: "esbelta y sigilosa, con una piel de azucenas marchitas, una cabellera radiante color de nácar que llevaba suelta hasta la cintura, y de la cual se ocupaba ella misma. Sus pupilas verdes y diáfanas de adolescente cambiaban de luz con sus estados de ánimo". La tía Winifreda, Nana, "la más alegre y simpática de la tribu" o Francisca Simodosea, la tía Mama, la generala de la tribu que murió virgen a los setenta y nueve años: "se sentaba a peinarse la cabellera en un ceremonial sagrado de varias horas, consumiendo sin sosiego unas calillas de tabaco basto que fumaba al revés, con el fuego dentro de la boca".




Estos personajes son también el reflejo de un mundo oscuro, liderado por las curanderas y magas, que de día resulta fascinante y de noche inspira terror. Por ello, en medio de esas "tropas de mujeres evangélicas", la racionalidad masculina en la figura del abuelo, le devuelve al autor la tranquilidad y el orden necesarios para sentirse con los pies en la tierra. Así, el mundo de las mujeres y su universo femenino pertenece a la imaginación, a la ficción; por el contrario, el universo masculino al de la razón y a la realidad. En Vivir para contarla, García Márquez recuerda que quería ser como su abuelo: realista, valiente, seguro, pero nunca pudo resistir la tentación de asomarse al mundo de la abuela Mina, quien a pesar de la magia y la fantasía, supo ser el sostén de la casa en épocas difíciles. Ellas representan la profundidad y pluralidad del barroco frente a la claridad y linealidad del horizonte clásico. Mujeres que nos traen a la memoria las luchadoras sociales que, en época de crisis, dirigieron estoicamente la economía popular en nuestros países asolados por la miseria y las dictaduras fascistas.




Esas dictaduras de las que nos habla también en Relato de un náufrago García Márquez, cuando registra fríamente "el asesinato por la policía secreta de un número nunca establecido de taurófilos dominicales, que abucheaban a la hija del dictador (el general Gustavo Rojas Pinillas) en la plaza de toros". Y cómo el hecho de haber relatado las peripecias del marinero Luis Alejandro Velasco, uno de los ocho miembros de la tripulación del destructor "Caldas" de la marina de guerra de Colombia, que cayeron al agua y desaparecieron en el mar Caribe en medio de una supuesta tormenta, allá por el año 1955, casi le cuesta "el pellejo". Porque Velasco resultó ser un falso héroe cuando se descubrió la verdad de la historia: el destructor "Caldas" llevaba mercancía de contrabando. Diez días que Velasco tuvo que pasar en una balsa sin comer ni beber, sorteando toda clase de peligros, entre ellos, a los temibles tiburones "saltando como delfines" sobre su precaria embarcación, en una narración que debe figurar entre los más excitantes relatos de aventuras.




García Márquez no es sólo un genial fabulador sino un cronista estupendo. Colombia se ve retratada en sus novelas y crónicas todo lo divina y maravillosa que es. Y todo lo sangrienta que, por desgracia, también es.




Amigo de los amigos
Por Carlos Fuentes




En sus memorias, La paja y el grano, Mitterrand recuerda que fue otro queridísimo amigo común, Pablo Neruda, quien le dijo: "Lea inmediatamente Cien años de soledad. Es la más bella novela producida por la América Latina desde la pasada guerra". Mitterrand conoce a García Márquez y escribe: "Es un hombre idéntico a su obra. Cuadrado, sólido, risueño y silencioso." Con William Styron, Arthur Miller y García Márquez, asistía a la rumbosa toma de posesión del Presidente Mitterrand en mayo de 1981. Durante el almuerzo de estado en el Elíseo, el nuevo presidente nos pidió que lo acompañáramos a su despacho a fin de atestiguar su primer acto de gobierno: firmar sendos decretos otorgándoles la nacionalidad francesa a Milan Kundera y a Julio Cortázar, ambos exiliados por las dictaduras, comunista la de Praga, fascista la de Buenos Aires. La cultura literaria de un presidente francés nunca sorprende. Neruda me contó que sus reuniones con el presidente Pompidou, siendo Pablo embajador de Chile en Francia, tenían como pretexto discutir la política económica del Club de París, pero en realidad eran largas pláticas sobre la poesía de Baudelaire. Lo que sorprende es que un presidente de los Estados Unidos lea libros. Cosa que descubrimos Gabo y yo una noche en Martha's Vinyard, escuchando a Bill Clinton recitar de memoria pasajes enteros de Faulkner, demostrar que él sí había leído el Quijote y por qué Marco Aurelio era su autor de cabecera. Pregunta innecesaria: ¿Qué habrá leído Bush? Y para cerrar el capítulo político, otro lector estadista: Felipe González, un hombre que habla como un libro, porque piensa como un libro porque ha leído todos los libros, y sin embargo -oh, Mallarmé-, no está triste. Digo que amigos y enemigos literarios Gabo y yo hemos tenido -no siempre compartido- muchos. Pero mirando nuestra vida de capítulos intercambiables, creo que hay un amigo escritor o mejor dicho un escritor amigo de ambos al que Gabo y yo colocamos por encima de todos. Es Julio Cortázar, y creo que ni Gabo ni yo seríamos lo que somos o lo que aún quisiéramos ser sin la radiante amistad del Gran Cronopio. En Cortázar se daban cita el genio literario y la modestia personal, la cultura universal y el coraje local ("Las Malvinas son argentinas -solía decir-. Los desaparecidos también"). Lo había leído todo, visto todo, solo para compartirlo todo. Una de las noches inolvidables de nuestra amistad ocurrió en el tren París-Praga en diciembre de 1968. Íbamos invitados por Kundera a mantener la ficción -es decir, la esperanza- de una cultura checa independiente en un país rodeado de tanques soviéticos. Cortázar fue hilvanando temas como un cuentista árabe de la plaza de Marrakech. Recordó todas las novelas que sucedían en trenes, en seguida las películas en trenes, y por último, a partir del swing de Glenn Miller, el ritmo de locomotora del jazz y, en particular, una memoria asombrosa, la relación entre el jazz y el piano... Cuando llegamos de madrugada a Praga, nos esperaba en la estación Kundera, que nos llevó a Gabo y a mí a un sauna y, cuando pedimos una ducha para quitarnos el calor, Milan nos condujo al río Ultava y nos empujó, encuerados como lombrices, al agua congelada. Recuerdo el comentario de Gabo cuando salimos morados del río: "Por un instante, Carlos, creí que íbamos a morir juntos en la tierra de Kafka".




AUTORES


4 Julio Ortega: Escritor y critico peruano, su libro más reciente es Transatlantic Translations (Londres, 2006).




4 Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963): Su ultima novela es Kensington Gardens (2003).




4 Alicia Borinsky (Buenos Aires): Su novela Mina cruel (1989) desconstruye los mitos de la pareja.




4 Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948): Con su novela El viaje vertical (1999) obtuvo el Premio Rómulo Gallegos




4 Carmen Ollé (Lima, 1947): Su libro de poemas Noches de adrenalina (1981) es uno de los mejores de la poesía peruana nueva.




4 Carlos Fuentes (México, 1928): Uno de los fundadores míticos de la amistad literaria como obra de arte.
Extraído del Diario "El Comercio"

jueves, 15 de marzo de 2007

Lorca, un poeta más allá de las entrañas



MUERTE


A Luis de la Serna



¡Qué esfuerzo!
¡Qué esfuerzo del caballo por ser perro!
¡Qué esfuerzo del perro por ser golondrina!
¡Qué esfuerzo de la golondrina por ser abeja!
¡Qué esfuerzo de la abeja por ser caballo!
Y el caballo,
¡qué flecha aguda exprime de la rosa!,
¡qué rosa gris levanta de su belfo!
Y la rosa,
¡qué rebaño de luces y alaridos
ata en el vivo azúcar de su tronco!
Y el azúcar,
¡qué puñalitos sueña en su vigilia!
y los puñales,
¡qué luna sin establos, qué desnudos!,
piel eterna y rubor, andan buscando
Y yo, por los aleros,
¡qué serafín de llamas busco y soy!
Pero el arco de yeso,
¡qué grande, qué invisible, qué diminuto!,
sin esfuerzo.

lunes, 5 de marzo de 2007

Vallejo y la construcción del hombre






LOS DESGRACIADOS


Ya va a venir el día; da
cuerda a tu brazo, búscate debajo
del colchón, vuelve a pararte
en tu cabeza, para andar derecho.
Ya va a venir el día, ponte el saco.

Ya va a venir el día; ten
fuerte en la mano a tu intestino grande, reflexiona
antes de meditar, pues es horrible
cuando le cae a uno la desgracia
y se le cae a uno a fondo el diente.

Necesitas comer, pero, me digo,
no tengas pena, que no es de pobres
la pena, el sollozar junto a su tumba;
remiéndate, recuerda,
confía en tu hilo blanco, fuma, pasa lista
a tu cadena y guárdala detrás de tu retrato.
Ya va a venir el día, ponte el alma.
Ya va a venir el día; pasan,
han abierto en el hotel un ojo,
azotándolo, dándole con un espejo tuyo...
¿Tiemblas? Es el estado remoto de la frente
y la nación reciente del estómago.
Roncan aún... ¡Qué universo se lleva este ronquido!
¡Cómo quedan tus poros, enjuiciándolo!
¡Con cuántos doses ¡ay! estás tan solo!
Ya va a venir el día, ponte el sueño.

Ya va a venir el día, repito
por el órgano oral de tu silencio
y urge tomar la izquierda con el hambre
y tomar la derecha con la sed; de todos modos,
abstente de ser pobre con los ricos,
atiza
tu frío, porque en él se integra mi calor, amada víctima.
Ya va a venir el día, ponte el cuerpo.

Ya va a venir el día;
la mañana, la mar, el meteoro, van
en pos de tu cansancio, con banderas,
y, por tu orgullo clásico, las hienas
cuentan sus pasos al compás del asno,
la panadera piensa en ti,
el carnicero piensa en ti, palpando
el hacha en que están presos
el acero y el hierro y el metal; jamás olvides
que durante la misa no hay amigos.
Ya va a venir el día, ponte el sol.

Ya viene el día; dobla
el aliento, triplica
tu bondad rencorosa
y da codos al miedo, nexo y énfasis,
pues tú, como se observa en tu entrepierna y siendo
el malo ¡ay! inmortal,
has soñado esta noche que vivías
de nada y morías de todo...


(de Poemas Humanos)

Tres Poemas de Rehenes del Silencio






SÍNTESIS DE UNA IMAGEN MAL PINTADA



Ella escondía su sueño
mostrando su locura
la suciedad de sus pechos
en un lápiz labial
que sangra.
Ella escondía su sueño
debajo de un día común
aplastando
un cartón
tal vez una lata
de la ciudad.
Ahora está en esa imagen
en esa pared, colgada de una cuerda
sintiendo el tormento
del poeta que observa apasionado
la ceniza de una rosa calcinada.




AVE ESTÉREO




como un ave
también puedes comer
los gusanos
de esta tierra.
Los gusanos
que recolectas desesperadamente
para por fin esbozar
algún
gesto de alegría
o quizá
satisfacción
ante las otras aves
que te han picoteado hasta quebrarte los ojos.



COMPETENCIA



El ritmo frágil y fatal
de agachar la mirada
y observar
la lucidez de tu barriga,
los recuerdos enterrados
en el patio de otra casa.
Es fatal querer meter la mano
otra vez en la flama antigua
de una sombra
que te escupe enloquecida
sus lamentos.
© Paolo Astorga, 2006

domingo, 4 de marzo de 2007

WARMA KUYAY (Amor de niño)


José María Arguedas


Noche de luna en la quebrada de Viseca.

Pobre palomita por dónde has venido,
buscando la arena por Dios, por los suelos.

-¡Justina! ¡Ay, Justinita!

En un terso lago canta la gaviota,
memorias me deja de gratos recuerdos.

-¡Justinay, te pareces a las torcazas de Sausiyok'!
-¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!
-¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!
-¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos de cada zurriago. Por eso Justina me quiere.
La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeaban como dos luceros.
-¡Ay, Justinacha!
-¡Sonso, niño, sonso! -habló Gregoria, la cocinera.
Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha... soltaron la risa; gritaron a carcajadas.
-¡Sonso, niño!

Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio, el charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé* fuera del círculo, avergonzado, vencido para siempre.
Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que correteaban en las laderas del Chawala. Los eucaliptos de la huerta sonaban con ruido largo e intenso; sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared más alta y miré desde allí la cabeza del Chawala: el cerro, medio negro, recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las noches; los indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches claras conversaban siempre dando las espaldas al cerro.

-¡Si te cayeras de pecho, tayta Chawala, nos moriríamos todos!
En medio del witron (1)*, Justina empezó otro canto:
Flor de mayo, flor de mayo,
flor de mayo primavera,
por qué no te libertaste
de esa tu falsa prisionera.

Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, inmóviles sobre el empedrado los indios se veían como estacas de tender cueros.

- Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué pues me muero por ese puntito negro?
Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba vueltas alrededor del círculo, dando ánimos, gritando como potro enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero don Froylán apareció en la puerta del witron.
-¡Largo! ¡A dormir!
Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio.
- ¡A ése le quiere!
Los indios de don Froylán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda, y don Froylán entró al patio tras ellos.
-¡Niño Ernesto!
-llamó el Kutu.
Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él.
-Vamos, niño.

Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del witron; sobre el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de las minas del padre de don Froylán.
Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba.
La hacienda era de don Froylán y de mi tío; tenia dos casas. Kutu y yo estábamos solos en el caserío de arriba; mi tío y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos leguas de la hacienda.

[...]

(1) Patio grande (WK, 1933). .
El witron estaba recubierto de lajas y era destinado originalmente al acopio de material para extraer metales. Esta palabra deriva, sin duda, de la española buitrón (nc)

(De Obras completas)

viernes, 2 de marzo de 2007

Revista Literaria Remolinos No. 21


Saludos, estimados lectores de la Revista digital de creación literaria Remolinos. Le informamos que acabamos de editar el número 21 de nuestra revista, la cual contiene la más selecta expresión literaria y cultural de autores de diferentes partes del mundo. Lo invitamos a disfrutar de esta nueva edición que ha sido creada exclusivamente para todos ustedes.

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Paolo Astorga
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